Da la impresión de que es inevitable llegar a Jung. Es una referencia que encuentras en lugares dispares, inesperados, y te acaba de llamar la atención que círculos tan diferentes le tengan presente. De joven, lo ves asociado a la gran figura de Freud, el gigante del psicoanálisis; «Freud y Jung» acaba por parecer un grupo musical, como «Crosby, Stills, Nash & Young», aunque con menos gente. De hecho, hay una gran película de David Cronenberg así llamada, Freud y Jung, que trata de la tormentosa relación entre ambas eminencias científicas. La peli es buena por ser de Cronenberg y por contar con Vigo Mortnensen, y a pesar de Keira Knigthley, que protagoniza algunas escenas de tan intensa sobreactuación que dan muchas ganas de apagar el mando y cambiar de canal.

Y ahí se queda, Jung, aparcado mentalmente como una especie de carricoche o sidecar de Sigmund Freud, sin más, durante unos años. Luego lo volvemos a encontrar en otros mundos, como en el de la psicodelia lisérgica de San Francisco en los años 60, y entonces nos llama la atención. ¿Cómo es posible que un psicólogo decimonónico (Freud parece más del XIX que del XX) estuviera en Fillmore East? Entonces empezamos a interesarnos más por su biografía y sus obras. Yo tuve la suerte de entrar a ella por la mejor puerta posible: el libro de Recuerdos, sueños, pensamientos, que Jung escribió a los ochenta y un años de edad, recapitulando su trayectoria vital.

Es básicamente un libro del género Memorias. Una variedad literaria que podría equipararse a la suerte decisiva en el toreo, ya que si alguien ha vivido lo suficiente, y de manera completa, verídica y sustancial, sus memorias serán lo mejor que pueda dejar a la posteridad, aunque no sea ficción, ni estén bien escritas: las memorias, como género literario, tienen un marchamo de autenticidad testamentaria difícil de superar como enganche de credibilidad. Claro que los grandes autores, y las grandes editoriales, conocen esta resonancia y juegan con ella, haciendo de la verdad última una nueva vuelta de tuerca de la ficción.

Jung es el eslabón perdido entre el siglo XVIII y el XXI. Entre un siglo de las luces, la razón y la ciencia, donde todavía tenía un lugar la magia, y un XXI que a duras penas empieza a superar la excesiva presión de un racionalismo tan hegemónico que apenas deja lugar para la imaginación. Convivió con fantasmas; utilizaba los sueños para tomar decisiones; y cuando no soñaba utilizaba la ensoñación, esa forma de abandonarse mentalmente a un hilo narrativo fantástico para ver a dónde nos lleva. El capítulo de «El Torreón» lo contiene todo: visitas de espectros milenarios que le inspiran los Siete sermones a los muertos; desenterramientos de cadáveres presentidos por su hija; vivencias de antiguas leyendas relacionadas con el lugar de edificación en primera persona… ¡una maravilla, un despliegue fabuloso! Lo bonito es que quien cuenta todo esto es un científico, un psiquiatra, uno de los fundadores del psicoanálisis moderno, discípulo y amigo  de Freud hasta que sus divergencias se hicieron demasiado evidentes. Por cierto, el capítulo sobre la discusión con Freud en el que Jung provoca estruendos paranormales en la biblioteca no tiene desperdicio.

Los primeros capítulos de Recuerdos, sueños, pensamientos están obviamente -no olvidemos que es un libro de «memorias»- dedicados a su infancia. Desde ese momento lo onírico juega un papel esencial. A Jung le atrae todo: la historia, la ciencia, la arqueología, la mitología. Se decide por la psiquiatría porque algo hay que hacer, pero su vocación en realidad es el conocimiento, puro y duro, sin aplicación práctica. De todas formas, la profesión médica cuadra bien con su temperamento, esencialmente bueno. A Jung le gustaba curar gente, liberarla de sus obsesiones, ayudarla a conocerse a sí mismos –gnosce  te ipsum, el viejo lema inscrito en el pronaos del templo de Apolo en Delfos (donde por cierto se murmura que había efluvios de cornezuelo de centeno).

Según leemos sus Memorias, nos convencemos del valor que puede aportar a una vida no rechazar lo paranormal, lo mágico, lo onírico, sino integrarlo como una parte de la misma tan importante como el trabajo, la familia o las inspecciones de hacienda. Desde el romanticismo a nuestros días, lo paranormal solo tiene dos salidas: o sirve para dar miedo (fantasmas, atrocidades, horrores), o simplemente no existe, es una farsa, ilusión, mentira. Lo que Jung aporta es una perspectiva amistosa de lo paranormal, un enfoque sanador, positivo, constructivo. ¡Cómo no iba a ser reivindicado por los psicodélicos, por aquella generación maravillosa que intentó unificar las enseñanzas de Buda, Cristo, Matisse y Chopin en un solo mensaje de paz y amor!

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