Fabulosas fábulas
Es tal hoy en día el desprecio a la memoria -entendida como facultad intelectual individual, y no como decreto legislativo-, que no es extraño leer en libros escolares: “Esopo fue el inventor del género de la fábula”. Pero no es así; lo explica con claridad el profesor García Gual (en la introducción al número 6 de la colección Biblioteca Clásica Gredos):
“Esopo no fue su inventor ni su introductor en Grecia, puesto que ya Hesíodo cuenta la fábula de El halcón y el ruiseñor en el siglo VIII a.C. La fama de Esopo se debe a que divulgó la primera colección de las mismas. […] Aristóteles no considera la fábula como un género de ficción independiente, sino como uno de los recursos del orador para conseguir la persuasión, es decir, como figura retórica, como ejemplo (paradigma)”.
Probablemente el móvil de Esopo no era literario o poético, sino económico. Si las fábulas eran recursos retóricos, argumentos, trucos para vencer al adversario en una discusión, Esopo se dio cuenta del enorme potencial de este repertorio en la incipiente industria editorial de la Grecia clásica. Su colección no buscaba ser una obra literaria en el sentido creativo que entendemos hoy, sino un simple catálogo de recursos, bien vendible. Este enfoque explica también la extrema brevedad de las 273 fábulas de su recopilación. La zorra y las uvas (fábula 15) solo tiene tres líneas:
Una zorra hambrienta, como viera unos racimos colgados de una parra, quiso apoderarse de ellos, pero no los alcanzó. Marchándose, dijo para sí: “están verdes”.
La moraleja, en la colección de Esopo, son las «instrucciones de uso», explicando en qué situaciones puede aplicarse cada fábula con eficacia. Ahora bien, el hecho de moverse por ambición editorial y no por gloria literaria no disminuye en nada el mérito de Esopo. La literatura también es eso, documentar y recoger tradiciones, y el móvil económico es perfecto, como en tantos otros aspectos de la vida y de la civilización.
La historia de la escritura tiene apenas cuatro mil años. La evolución del Homo Sapiens comenzó hace cuatro millones. En algún momento empezó a fabular, es decir, a componer historias breves y amenas destinadas a servir como pequeños recipientes de sabiduría. Memorizar las fábulas es fácil gracias a su simplicidad y contundencia. Quizás por ello la colección de Esopo está en prosa, y es uno de los primeros textos clásicos no versificados. Recordemos que Sócrates fue condenado por enseñar a sus alumnos en prosa, utilizando el lenguaje y el razonamiento de forma nueva y libre; hasta entonces la enseñanza se trasmitía en verso, según textos escritos y doctrina fijada para su memorización fácil gracias al metro y a la rima.
Es imposible saber con certeza en qué momento de la evolución comenzaron a circular, de una civilización a otra, las fábulas, los chistes, los cuentos. Según García Gual, “los orígenes mesopotámicos del género han sido detectados y estudiados -por Ebeling, Gordon, Lambert, Perry, y otros”. En India, la primera recopilación es el Panchatantra, y es del siglo II a. C., posterior por tanto a la esópica. Pero podemos imaginar que hubo algunos milenios anteriores en el que las fábulas circularon de boca en boca -y de memoria en memoria- transportadas con las mercancías que se intercambiaban en rutas comerciales, o por viajeros audaces que recorrían mundo en busca de nuevos parajes y riquezas.
En el viaje turístico a India -creo que fue en Jaipur, aunque es posible que fuera en Agra o Delhi- se enseñan hoy los jardines de un rey apasionado por la astronomía, poblados de torreones con los que medir el movimiento de las estrellas. Este rey murió por caída en un pozo mientras caminaba de noche, con la cabeza alzada al firmamento. La misma historia la encontramos en la fábula 40 de Esopo, y Platón la repite atribuyendo a Tales de Mileto la caída al pozo por distracción estelar. La reiteración de este motivo a través de los milenios muestra bien el poder de las fábulas, su eficacia en la fijación mental. Tiene incluso su parte cómica, pues si quitamos la consecuencia mortal es divertido imaginar a un sabio contemplando el firmamento y tropezando por no mirar por donde anda. La moraleja es evidente; no hace falta ni siquiera formularla.
Creo que las fábulas forman parte del bagaje humano desde que su lenguaje tuvo la complejidad necesaria para articularlas. La fantasía que evocan, y su capacidad para resonar como lección práctica, permiten imaginar primitivas reuniones sociales al amor de la lumbre cavernaria. Comida hecha -un buen asado de triceratops, por ejemplo- y tiempo por delante -primavera-: ahora vamos a contar historias, y las fábulas son graciosas, verdaderas y profundas. Fábulas, ejemplos, paradigmas, e incluso chistes: desde el origen de las letras, historias breves que entretienen y enseñan, desde Esopo a Samaniego, y desde el Panchatantra al Conde Lucanor.
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