Tuve un amigo que vivió la Fábula de Sansón. Es una historia conocida: Sansón era un héroe forzudo, una especia de Hércules de los judíos. Para neutralizarle, sus enemigos enviaron a Dalila, una tía buena que naturalmente consiguió emborracharle. En el ardor del momento, Sansón le reveló su secreto: su fuerza residía en sus cabellos, en su larga melena negra, rizosa y ondulante.

Esto de la revelación del secreto como origen de la desgracia es un motivo acertadamente identificado por José Manuel Pedrosa como una de las funciones más reiteradas y potentes de los cuentos tradicionales, en La lógica del cuento, artículo incluido en El cuento folclórico en la literatura y en la tradición oral, publicación de la Universidad de Valencia de 2006. Son miles -y algunas de ellas esenciales- las narraciones en las que la debilidad del protagonista, confiando el secreto de su vida y de su fuerza a alguien inapropiado, es el origen de su desgracia. Los secretos están hechos para ser guardados, y por mucho que se beba debería recordarse este precepto.

El caso es que Sansón, borracho de vino y amor, revela a Dalila el origen de su fuerza, y la muy hetaira, cuando el héroe cae dormido, le corta la melena. Después, le entrega a sus enemigos, que para rematar la faena le ciegan punzando sus ojos con maderos ardientes.

De Dalila no sabemos nada más. No es un personaje recurrente, no hay constancia de reapariciones suyas en otras historias de espionaje mítico. Su biografía se reduce a emborrachar a Sansón, cortarle la pelambre y entregarle a sus enemigos. Seguro que habría campo para algún Goytisolo de las causas perdidas para trazar una biografía novelada y explicar la infancia, el crecimiento, las razones y la vida de esta Dalila cabrona y asalariada. Es creíble, en este perro mundo de bondades cambiantes, una reivindicación de Dalila. Cosas peores hemos visto.

Sus enemigos ataron a Sansón a las columnas del templo, para exhibirlo como trofeo de guerra y escupirle ocasionalmente. Privado de su fuerza y de sus ojos, Sansón no podía hacer más que soportar los insultos y lamer las escudillas de sobras alimenticias con las que le permitían saciar el hambre y mantener la vida.

Tampoco se sabe por qué, ni cuál fue el desencadenante preciso, pero un día Sansón se hartó de esta forma de vida y elevó las cuencas vacías de sus ojos al cielo, a su todopoderoso dios Yaveh, que -no lo olvidemos- es el que toma decisiones en el Antiguo Testamento.

Le rogó que le devolviera su fuerza por unos instantes. Entre lágrimas, pidió perdón por haber revelado el secreto de la melena, en un rapto de vino y lujuria, y aceptó su penitencia. Yaveh tramitó su oración, y activó de nuevo su fuerza descomunal. Al sentirla, el héroe comenzó a empujar las columnas del templo donde estaba encadenado como atracción turística, hasta romperlas y provocar con ello el hundimiento del edificio, causando la muerte de sus ocupantes, sus antiguos enemigos, y él mismo. Un apocalipsis de venganza hermoso, inútil y reparador.

Podemos llamarle fábula o también complejo de Sansón, en honor a Bachelard. Su tiempo narrativo se divide en tres fases: una primera feliz y victoriosa, en la que Sansón aplasta con su mazo a cuanto adversario se le pone enfrente y vive honrado por los suyos; una segunda triste y humillante, en la que lamenta su imprudencia, ciego y debilitado, encadenado a las columnas; y una tercera breve y apocalíptica: el momento de recuperar su fuerza y echar abajo el templo. La primera apenas tiene interés; es una simple crónica de victorias bélicas sin mayor enjundia; debemos situarla en un pasado más o menos remoto, que podríamos asociar en términos psicoanalíticos a la infancia, en la que no hay enemigo capaz de vencer a la propia voluntad inconsciente. La segunda es la verdaderamente importante, y constituye sin duda el presente de Sansón, un largo cautiverio dedicado a añorar los tiempos felices perdidos para siempre y soñar con el momento de la tremenda venganza final. La tercera es la más cinematográfica y visual. Creo que mi amigo se identificó con la fábula a través de una lámina del libro escolar de historia sagrada que compartíamos como compañeros de clase. En ella, para deleite de Eduardo Mendoza, se ilustraba al forzudo Sansón, calvo como un mono, quebrando las gruesas columnas a las que le sujetaban sus cadenas, mientras a su alrededor comenzaban a caer cascotes del techo y a correr despavoridos los figurantes, alguno de los cuales ya braceaba agonizando debajo de un pedrusco monumental.

Supongo que mi amigo fue inicialmente tan feliz como cualquiera de nosotros, compañeros de colegio, patio y partidos de fútbol. Recuerdo el día en el que varios conversábamos en un corrillo del recreo, respondiendo a la pregunta de qué queríamos ser de mayor. Él no lo dudó: “quiero ser como Sansón”, dijo, “y romper las columnas del templo y aplastar así a todos mis enemigos, aunque yo muera con ellos”. Los demás queríamos ser Supermán, campeón de Fórmula 1 o astronauta, pero él quería ser Sansón.

Y con el tiempo lo consiguió. Hizo todo lo posible para transformar su vida en un largo cautiverio dedicado a recordar su fuerza pasada, la invencibilidad de la infancia, y a sufrir intensamente la ceguera y los insultos del resto del mundo. No sé quién fue su Dalila, y ni siquiera si la llegó a necesitar, por su intensa vocación. Estaba totalmente convencido de que llegaría el día apocalíptico, el momento de recuperar la fuerza original, y anticipaba el crujir meteórico del mármol cediendo a sus brazos y causando el hundimiento. Esa idea, esa convicción y la anticipación del apocalipsis vengativo amortiguaban su sufrimiento. Llegué a pensar que no deseaba el momento soñado, sino seguir soñándolo cada vez con más fuerza, visualizando el derrumbe mortal desde diversos ángulos, una y otra vez, y que no solo quería retrasar el final, sino que además buscaba nuevos motivos de humillación en su cautiverio, haciéndolo más doloroso para, por contraste, soñar de manera más brillante su momento de gloria.

Murió sin que llegara tal momento. Las largas privaciones fueron poco a poco desarmando su musculatura y esqueleto; envejeció, como todos, y llegó el día en el que hubiera podido sacar sus muñecas de los brazaletes que le encadenaban, si hubiera querido. Pasaba las horas sentado entre las columnas, mientras a su lado circulaban nuevas generaciones de enemigos que ni siquiera sabían su nombre, niños y niñas que miraban a aquel andrajoso pellejo humano con repugnancia, apretando las manos de sus madres. “Mamá, ¿quién es ese?”, preguntaban. “No sé, ¿qué más da?”.

Lo soñó una vez más antes de morir de pura consunción. Soñó que sus brazos, que apenas ya podía levantar del suelo, empujaban las moles de piedra y sonaba por fin el magnífico chasquido de la venganza, y expiró. Apenas hubo su último aliento dejado su cuerpo, un terremoto de magnitud 8,5 en la escala de los sueños sacudió la ciudad enemiga, y no solo derrumbó el templo, sino también el palacio real, y el senado, y cientos de las mejores casas. Enormes grietas se abrieron en las calles, engullendo a los despavoridos transeúntes, a las madres y a sus hijos, a esclavos y amos, animales y carros. Por las grietas subía un vapor mefítico, que envenenaba a los supervivientes. La ciudad fue reducida a cenizas y olvido en pocos minutos, pero Sansón ya no pudo verlo.

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