Magia y civilización, editado por Ateneo Buenos Aires en 1965, es un magnífico librito coordinado por Ernesto de Martino (1908-1965; lamentablemente falleció el mismo año de la publicación). Es una antología recopilatoria de pensadores de primera magnitud -etólogos, historiadores de las religiones, psicólogos y antropólogos- sobre el pensamiento mágico y sus relaciones con la ideología científica. De Martino une las cuentas con breves párrafos explicativos entre unos y otros.

La magia como método de interacción e influencia está hoy bastante desacreditada; parece haber perdido definitivamente la partida frente a la ciencia, o más precisamente frente a una tecnología industrial hiperdesarrollada. Sobrevive a duras penas en algunas consultas de chamanes y curanderos; se la evoca con nostalgia en reuniones de sanación y búsqueda interior; triunfa ocasionalmente en shows de Broadway y Gran Vía de carísimas entradas, pero poco más. La tecnología contemporánea es capaz de tales prodigios -transmisiones móviles de todo lo que se tercie, energía nuclear, viajes espaciales, inteligencia artificial, metaversos y hologramas mucho más perfectos que cualquier ectoplasma- que la magia parece cohibida, arrinconada en el trastero, quizás esperando una nueva oportunidad. En realidad, lleva mucho tiempo perdiendo terreno, ya que inventos como la pólvora, la brújula o las lentes ópticas fueron, hace siglos, tan confiscatorios para la magia como la propia aeronáutica o el dominio de la electricidad. Con esta trayectoria, uno tiende a pensar que la tecnología no tiene fronteras, y que quienes vivan lo suficiente (¿se hará realidad la vida eterna gracias a la biónica?) verán la teletransportación, los viajes en el tiempo y la invisibilidad sin esfuerzo. Algo tan mítico como la piedra filosofal, arquetipo de lo mágico, está hoy al alcance de la nanotecnología, que con el empleo de haces de luz de frecuencias prácticamente atómicas es capaz de producir transmutaciones moleculares a la carta, y podría por tanto en breve plazo crear oro puro, o diamantes, a partir de un simple cachito de pan. Ya lo dijo Tommaso Campanella (1568-1639) en su Tratado del sentido de las cosas y de la magia: «mientras no se entiende el truco, es magia; después, es ciencia vulgar».

El libro comienza con dos capítulos interesantísimos sobre la magia en el Renacimiento. El primero con extractos de Medioevo y Renacimiento, de Eugenio Garin. Hasta el siglo XIV, la magia antigua estuvo sepultada bajo los dogmas católicos; o habría que decir más bien que la Iglesia la monopolizó, al construirse sobre una serie de episodios puramente mágicos, con la resurrección y los milagros de Cristo a la cabeza. Todavía hoy, la jerarquía eclesiástica exige un milagro comprobado en el CV de cualquier aspirante a la santidad. Es como el máster de prestigio sin el cual no te cogen en las mejores empresas; si no hay milagro no sirve de nada todo el bien que hayas hecho en la vida; puedes ser reconocido y admirado, pero nunca serás oficialmente santo. El dogma fundamental, más que la bondad, fue durante mucho tiempo la fe, creer a pies juntillas en la magia religiosa por muy disparatada que pareciera.

Pero figuras renacentistas como Marsilio Ficino, Giovanni Pico, y por supuesto Giordano Bruno, Cardano, Della Porta y Paracelso dedicaron mucho tiempo y estudios a las artes mágicas, sin que ello les obstara para trabajar también en otros campos humanísticos. Aunque rompa el discurso cronológico, hay que recordar que una personalidad reconocida como máximo exponente de la ciencia universal, como es Isaac Newton, dedicó muchos más años de su vida a la investigación de la cábala hebrea y la interpretación del Apocalipsis de San Juan que a sus estudios matemáticos, que liquidó prácticamente antes de los treinta años. Esta anécdota ilustra el carácter líquido de lo mágico, frente a la solidez de lo científico. Durante muchas décadas, desde los siglos XIV al XVI, la magia fue respetada como forma de conocimiento e interacción con esos grandes misterios inagotables que son la propia naturaleza, la vida y la existencia.

El punto de inflexión, narrado a continuación por Paolo Rossi, lo marca la figura de Francis Bacon (1561-1626). Hasta entonces, lo mágico había sido patrimonio del individuo (el mago, el iniciado, el brujo), mientras que Bacon socializó la magia, transformándola en conocimiento colectivo y descartando todo aquello que no se dejara filtrar por este tamiz. Desacreditó a los sabios que utilizaban sus conocimientos para propio provecho, transmitiéndolos únicamente a discípulos selectos; exigió que todos los «pases mágicos» (es decir, desarrollos tecnológicos, químicos, mecánicos… de todo tipo, capaces de producir resultados sorprendentes, útiles o lucrativos) fueran trasladados al dominio común, con luz y taquígrafos, desterrando a los charlatanes (debía haber bastantes) y constituyendo el inicio de un corpus científico de dominio público que fuera, además, enriqueciéndose de generación en generación.

Más allá de los embaucadores, la línea doctrinal que pretendía que los conocimientos mágicos o científicos se transmitieran de manera restringida, entre personas merecedoras de ellos y fiables en su manipulación, merece unas líneas de elogio. Su máximo representante es Hermes Trismegisto, y de ahí la calificación de hermética para esta actitud selectiva. Ahora bien, reservar conocimientos mágicos tan poderosos como puedan ser hoy la tecnología nuclear o la inteligencia artificial, o la simple fabricación de explosivos, no parece una idea tan descabellada a la vista de lo cerca que está la humanidad de su extinción gracias, precisamente, a la universalización del saber. Si los herméticos pretendían resguardar sus conocimientos, sustrayéndolos a la curiosidad general, quizás no era tanto por egoísmo lucrativo sino por la defendible convicción de que no todo el género humano es digno depositario de ciertos conocimientos, ni fiable manipulador de los mismos. Buen tema de debate.

La cuestión de las relaciones entre los últimos magos «oficiales» de la cultura occidental y la incipiente mentalidad científica triunfante da para mucho; a buen seguro hay excelentes monografías sobre ella. En el libro de De Martino solo ocupa los dos primeros capítulos, y deja con ganas de más. Porque el verdadero núcleo de la obra es el enfoque que de lo mágico han hecho insignes pensadores europeos desde la irrupción de la etología y la historia de las religiones en la segunda mitad del siglo XIX. Comienza con James Frazer (1854-1941), cuya Rama dorada (1922) es una referencia indiscutible de la antropología moderna (y una lectura todavía pendiente); sigue con Émile Durkheim (1858-1917), quien afirma despectivamente que «el mago tiene una clientela, no una iglesia», negando el carácter colectivo del pensamiento mágico e incidiendo en la soledad del brujo frente a la integración social del hombre civilizado. Sigue con Lucien Lévy-Bruhl (1857-1939), cuya teoría de la participación mágica observa la identificación del símbolo con la cosa (o el significante con el significado), base misma del vudú y de buen número de prácticas en su órbita, no necesariamente malignas. Aunque tiene mala prensa, seguramente hay un vudú blanco o bueno.

Seguimos con Ernst Cassirer (1874-1945), que escribe sobre espacio, tiempo y causalidad en la magia. Después entramos en el dominio de la psicología. De Sigmund Freud (1856-1939) reproduce el texto Magia y regresión narcisista, que creo que forma parte de Tótem y Tabú (1913). Son interesantes las reflexiones del fundador del psicoanálisis sobre el animismo: «la humanidad ha tenido tres sistemas de pensamiento, tres grandes conceptos del mundo: el animista, el religioso y el científico. El primero fue seguramente el más consecuente, el más exhaustivo, y el que mejor explica la esencia del mundo».

Carl Jung (1875-1961) merece por si solo un tratado sobre las relaciones entre la magia y el individuo. Cuanto más profundiza uno en su biografía y sus escritos (y eso que aún voy por lo muy superficial) más atractivo resulta. Nunca negó nada por principio; se interesó por la alquimia, la parapsicología y la cábala china del I Ching; experimentó la magia primitiva en viajes por África y América y; siempre admitió que hay cosas que no sabemos explicar pero que ocurren, como los famosos episodios de la mesa de nogal partida por la mitad o los estridentes crujidos en la biblioteca durante una discusión precisamente con Freud. Ambos están narrados en sus memorias, los Sueños, recuerdos y pensamientos. Jung es, sin duda, el más simpático y estimulante de los psicoanalistas, y un pensador fértil. Su reivindicación por la Generación Beat es indicativa.

Siguen después fragmentos dedicados a la magia en obras de Jean Piaget (1896-1980), Mircea Eliade (1907-1986), y Robert Volmat (me ha sido imposible encontrar sus fechas biográficas; su campo de estudio principal fue la psicopatología del arte). Con Bronislaw Malinowsky (1884-1942), autor -entre otros- del sugestivo estudio La vida sexual de los salvajes del noroeste de la Melanesia, y Claude Lévi-Strauss (1908-2009), de quien se recogen unas páginas dedicadas al ritual propiciatorio de los partos difíciles entre los indios Cuna (Panamá), volvemos de lleno a la antropología de campo.

Uno lee estos capítulos con cierta nostalgia. Ya no quedan «hombres primitivos». La globalización les ha puesto a todos la camiseta del Real Madrid, o del Milán, y les ha dado un teléfono móvil, por muy remoto que esté su domicilio. Las prácticas sexuales de los salvajes del noroeste de la Melanesia probablemente sean en 2023 tan vulgares como las de Leganés; quizás se entretengan con porno digital, o hasta puede que les estén llegando las primeras partidas de preparados chemsex (versión química y adulterada de la fantasía mágica) para hacer más amena y psicodélica la experiencia. Son malos tiempos para la antropología de campo, tal y como la practicaron Jung, Lévi-Strauss y Malinowsky. Después del «caso Castaneda» -que fue doctor en antropología por la Universidad de California Los Ángeles, sin que hasta el presente se le haya retirado dicho título-, esa disciplina queda abocada a la literatura o al fraude. En el primer caso produce resultados admirables, como Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier. No es totalmente descabellado decir que el realismo mágico de García Márquez y la primera Isabel Allende, entre otros, apuran los últimos elixires de la antropología de campo, integrando un pensamiento en el que lo prodigioso circula con naturalidad por las incipientes ciudades del continente americano.

Las relaciones entre antropología e historia de la literatura son mucho más estrechas de lo que parece. Si tengo, como decía, pendiente de lectura La rama dorada, de Frazer, y también Las estructuras antropológicas de lo imaginario, de Durand, es para explorar estas relaciones, aunque no desde un punto de vista científico -ya sabéis que no es lo mío-, sino para constatar conexiones fascinantes y renovar mi fe en el inabarcable poderío de la mente y la imaginación.

Lo mítico -las tradiciones que articulan el origen de cualquier cultura- es, por esencia, literario. Y desde el mito hasta el chascarrillo hay un trayecto sabroso y enriquecedor que pasa por la épica, la leyenda, el cuento y la fábula. En todos estos géneros la magia está presente, y este es su triunfo. Desterrada de las prácticas admisibles en el día a día, sigue siendo el motor principal de la fantasía, que a su vez es el ingrediente fundamental de lo literario. Que se lo digan a J. K. Rowling, Tolkien o Clark Ashton Smith.

El libro termina con un artículo del propio De Martino dedicado al folclore mágico en Nápoles y sur de Italia; y es de lo más interesante. Expone la tesis de unas prácticas mágicas que perviven a través de los tiempos, como una corriente profunda sobre la cual las diferentes capas históricas (civilización romana, iglesia católica, sociedad moderna…) se van superponiendo como leves manos de pintura, alterando quizás los nombres de los espíritus invocados en cada caso, pero no la estructura esencial de los rituales. Estas prácticas conciernen sobre todo a cuestiones relacionadas con la salud: prevención y cura del mal de ojo; posesiones y exorcismos; rituales de fertilidad… De Martino apunta, además, que estas prácticas (con diferentes manifestaciones) son comunes en otros muchos lugares del planeta, aunque en Nápoles y su área de influencia hayan pervivido con mayor claridad y tenacidad. Cierto es que lo mágico, o en su forma degradada la superstición, tiene una prevalencia especial en ese espacio luminoso y terrible que es Italia meridional. Pero también en islas como Irlanda o territorios como América Central hay tradiciones mágicas que siguen fluyendo desde hace milenios y simplemente se maquillan y visten a la moda de la civilización o religión dominante en cada momento. Es, en definitiva, un planteamiento diacrónico y universal sobre la magia, que da al libro un final abierto, muy sugerente. ¿Y si la actual reclusión de la magia a los teatros, la literatura o los rituales para adolescentes enamorados fuera solo una derrota superficial, y dentro de algunos siglos toda la ciencia contemporánea, con todos sus inventos y maquinarias de destrucción, con toda su presunción de superioridad cognoscitiva, fuera apenas una leyenda para eruditos, y la magia siguiera fluyendo, funcionando como método de interacción con lo desconocido? Todo es posible. Quizás los seguidores de Hermes se sigan transmitiendo, exclusivamente entre ellos, fórmulas, rituales y conocimientos que algún día nos salven a todos del apocalipsis. No necesariamente las élites son malvadas o malignas.

 

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