Hay autores que se dan por amortizados. Todo el mundo les conoce, todos hemos leído algo suyo. No son novedad, ni descubrimiento reciente. Forman parte del paisaje. Además, algunos de ellos tuvieron éxito en vida, con lo cual ya se da por pagada la deuda de la humanidad hacia ellos.

Stefan Zweig es uno de ellos. Un autor tan poco escabroso, tan pulcro en sus escritos, tan académico, tan poco rompedor, ni vanguardista… Diríase un conservador de la literatura, pues a pesar de haber vivido en la plena época de convulsiones del primer tercio del siglo XX -era de la ruptura absoluta con la tradición y ensalzamiento sin límites de lo novedoso, fuera cual fuera su calidad- sus obras no aportan ningún hallazgo decisivo, ni en la forma -una sintaxis ordenada, un vocabulario correcto- ni en el fondo -historias del  día a día, pequeños mosaicos de la cotidianeidad aparentemente anodina.

Sin embargo, basta leer Carta de una desconocida, escrita en 1922, para darnos cuenta de que estamos ante uno de los muy grandes, y de que a pesar de toda su pulcritud y academicismo civilizado Zweig fue un escritor de primerísima magnitud, cuya importancia en la historia no parará de crecer.

El texto tiene la intensidad de Dostoiewsky, la trascendencia de Dickens y la belleza musical de Puccini, todo en uno. Estoy seguro de que llegará el día en el que todos los supuestos lastres que hacen de Zweig hoy un autor amortizado se tornarán en activos motores de una revalorización imparable, y que cuando dentro de cinco o diez siglos nombres como los de Marinetti, Huidobro, Picasso o Joyce sean solo familiares al oído de los eruditos, el de Zweig lo será, como lo fue en vida, para todo el mundo.

La versión que acabo de leer es la traducida por Alberto Gordo para la editorial Páginas de Espuma.

 

 

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