Conforme pasa el tiempo me reafirmo en mi teoría de que la calidad literaria es mayor cuanto más antiguo sea un libro. Pasa como con los viajes: cuando vas a la ciudad o al país de al lado pocas cosas te sorprenden, y el viaje queda apenas en excursión; pero cuando vas a la tierra más distante posible, de idioma desconocido y costumbres ignoradas, la atención se despierta y vives cada minuto como una nueva vida.

La Historia Natural de Plinio el Viejo llevaba tiempo en el estante de despegue. No defrauda. Es una compilación de todo el saber de su tiempo, el siglo I de nuestra era. La pasión por la ciencia del autor, y su calidad humana, queda patente en su manera de morir: acudió en barco a la bahía de Nápoles en plena erupción del Vesubio para, por una parte, ayudar a quien pudiera, y por otra ver con sus propios ojos el fenómeno volcánico. Murió asfixiado por los gases tóxicos.

El Libro II está dedicado a los astros, el espacio, la tierra y sus fenómenos atmosféricos. Sorprende la capacidad de razonamiento lógico para establecer verdades. Entre los muchos razonamientos que justifican la redondez de la tierra: “desde los barcos no se divisa la tierra cuando es perfectamente visible desde los mástiles de los barcos”; o bien “desde cualquier punto se divisan su bóveda y su centro, y esto no podría darse en ninguna otra figura [sino en la esfera]”.

Sin embargo, su criterio científico cohabita con la atribución de efectos paranormales a los fenómenos naturales, por ejemplo cuando se refiere al cometa que iluminó las noches romanas “durante el reinado de Nerón, y fue algo tan constante como funesto”.

Plinio combina experiencias propias con lo leído de autores anteriores; se siente inscrito en la misma tradición que Hiparco, (“nunca suficientemente ensalzado”), Pitágoras o Anaxímenes. Hablando de los eclipses, reconoce a los astrónomos griegos, y a Tales en particular, el mérito de “haber liberado por fin del miedo a la pobre mente humana, que en los eclipses veía con temor crímenes o algún tipo de muerte de los astros”. Una concepción liberadora de la ciencia, plenamente ilustrada. Refiriéndose a los rituales de invocación de rayos practicados en algunos territorios, afirma que “es una temeridad creer que las ceremonias mandan en la naturaleza”. Y tiene también afirmaciones de tinte claramente moderno: “todas las cosas se mantienen en su sitio por la acción de una fuerza igual en sentido opuesto.”.

Las páginas de Plinio rezuman un amor genuino a la naturaleza: “lo llamamos mundo por su perfecta y absoluta hermosura”. Recordemos que la etimología de mundo, que sobrevive en el castellano mondo, es adjetivo para algo limpio y ordenado. De ahí también su contrario, inmundo.

La luna fue “descubierta por la naturaleza para remediar las tinieblas”. ¡Qué bonita greguería!

También sorprende encontrar razonamientos teológicos más propios de un incipiente cristiano que del noble romano que fue Plinio, pero es que la caridad y el buen corazón en realidad trascienden a lo religioso: “Dios significa para un mortal ayudar a otro mortal, y éste es el camino para la gloria eterna”. O esta tajante afirmación panteísta: “Se confirma indudablemente el poder de la naturaleza, y que eso es lo que llamamos Dios”.

Resulta particularmente interesante la descripción de la variedad de cometas y estrellas fugaces. Hay que recordar que hasta hace un par de siglos no había contaminación lumínica masiva, y la humanidad convivía de noche con la barbaridad de cúpula estrellada que nosotros, hoy, nos maravillamos al descubrir en alguna excursión a casas rurales alejadas.

Dice Plinio: “Las hay de muchas clases: los griegos llaman cometas y nosotros estrellas de cola a las que están encrespadas con una cabellera de color sangre y erizadas en su vértice por una especie de melenas. Pogonias, a las que les sale por su parte inferior un penacho a modo de una larga barba. Las acontias vibran como jabalinas; y a otras más pequeñas y rematadas en punta las llamamos xifias. El piteo se ve en forma de tonel con una luz ahumada; la ceratia tiene aspecto de un cuerno; la lampadia se parece a las antorchas en llamas; el hipeo a las crines del caballo que se mueven en círculo sobre sí mismas a muchísima velocidad.”

Algunas de sus afirmaciones astronómicas resultan tan inquietantes como un cuento de H.P. Lovecraft: “Cabe ver varios soles simultáneamente, pero no en plano superior ni inferior al suyo, sino en oblícuo. Los antiguos vieron a menudo tres soles, como en los consulados de Espurio Postumio y Quinto Mucio. Nunca se señaló hasta la fecha que se vieran más de tres al mismo tiempo. Y también aparecieron tres lunas cuando eran cónsules Gneo Domicio y Gayo Fannio.”

También bellísima esta descripción del fuego de San Telmo: “Hay también estrellas en el mar y en las tierras. Yo he visto durante las guardias nocturnas de los soldados que un resplandor en forma de estrella se pegaba a las jabalinas ante la empalizada. También se posan en los mástiles de los navíos, así como en otras partes de las naves con una especie de ruido sonoro, como pájaros que pasan de sitio en sitio. Son de mal agüero cuando llegan solas, hundiendo y quemando los navíos si caen en el fondo de la carena. Pero si son dos resultan favorables y anuncian un buen viaje.”

En definitiva, un libro para inmersión total en lo mejor de la mentalidad científica y cultural de Roma hace veinte siglos, cuando era indiscutiblemente centro del mundo y civilización. Un viaje en el tiempo, aventura cultural guiada por alguien que dormía muy poco para poder dedicar más tiempo a la lectura y la investigación. “Vivir es velar” -decía con frecuencia.

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