La crítica suele asociar El asno de oro, de Apuleyo, al Lazarillo de Tormes y el género picaresco. Sin embargo, para mí la conexión es mucho más clara en otras dos direcciones: hacia las novelas ejemplares, y por ende El Quijote, y hacia (o desde) la tradición fabulística que conecta con el folclore universal y que las recopilaciones del ruso Afanasiev (como antes de las de Grimm y otros) han contribuido a rescatar.

Todo el episodio de la inocentada de Fotis, la criada adorable y lujuriosa, a su amante Lucio, resuena poderosamente en la segunda parte del Quijote. Ya no solo la cuestión de atravesar a estocazos unos odres de vino, que también, sino el hecho de que todo un pueblo se confabule para engatusar al protagonista en una maravillosa y tremenda broma, que es precisamente la estrategia narrativa de Cervantes.

Me llama la atención, también, la denominación de «ejemplares» para la serie de relatos cortos que precedió al Quijote. Hoy en día, «ejemplar» significa digno de imitación, pero en la época de Cervantes, la literatura de «exempla» remitía a las fábulas, a las construcciones narrativas que remontan a Esopo (y más allá) para ofrecernos casos argumentales que sirven para ilustrar una determinada actitud vital, una situación, un modelo vital del que podemos deducir enseñanza. Cervantes no quería «ejemplarizar» en el sentido apostólico, sino revestir a sus novelitas del halo prestigioso de la tradición esópica, magníficamente encarnada por Don Juan Manuel doscientos años antes.

La segunda derivada de Apuleyo es muy poderosa, también, y tiene que ver con el celebérrimo relato de los amores de Eros y Psique. En él se dan cita muchas de las claves que animan Las mil y una noches, el Panchatantra, y las múltiples tradiciones orales que llegan hasta nuestros días gracias a los folcloristas y figuras como Perrault, Fernán Caballero o Afanasiev. La Cenicienta, La bella y la bestia,  y todo el espíritu fabulador y fantástico que anima la cuentística mundial están en El asno de oro, dos mil años antes. No importa la exactitud de los argumentos, sino la identidad del tono.

Estamos, en todo caso, ante un eslabón esencial de la tradición literaria planetaria. ¿Es un caso aislado? ¿Fue Apuleyo un genio individual, o un fruto de su época, que alumbrara también genios similares, una actitud narrativa generalizada hacia lo fantástico? Hay tanto que investigar…

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