Triunfa estos días en Netflix una serie sobre el crimen de Asunta, la niña asesinada por sus padres adoptivos. Candela Peña hace un papelón, y la producción es excelente.

El año pasado fue “El cuerpo en llamas”, otra historia audiovisual de magnífica factura, inspirada en el suceso de la policía municipal de Barcelona en el cual una pareja de amantes incineró al novio de ella por no se sabe qué motivos, da igual.

Da igual, porque lo que cuenta e importa es la factura de la serie, su calidad, su capacidad de interesar. Los malos son los buenos.

Grandes actores, guionistas, realizadores, y mucho dinero de operadores de redes, contribuyen a la producción de series que permiten a las mentes cotidianas asomarse al universo mental de criminales como Rosario Porto o Rosa Peral. Algunas de ellas (las series) reciben nominaciones y premios en galas de gran glamour, y sus actores y productores posan sonrientes ante los flashes, sobre la alfombra roja.

A mí, personalmente, me fascinó “El asesinato de Gianni Versace”, de Ryan Murphy. Pasé varias noches de intenso entretenimiento mental compartiendo con Andrew Cunanan su descenso a los infiernos, incluida la deglución de latas de comida para perros cuando todo está perdido y solo es cuestión de tiempo que la policía entre a tiros en el apartamento. Gran serie, magnífica narración.

No he visto “Narcos”, ni otras del género parecido, con Pablo Escobar como referente histórico, pero supongo que los que atropellaron en su lancha motora a varios guardias civiles en Barbate hace poco sí que la han visto. La oferta de acceso a la ficción en plataformas digitales es amplia, y además si trabajas en el narcotráfico ganas lo suficiente para pagar cualquier cuota mensual.

Y no seré yo quien jamás preconice ningún tipo de censura sobre la libertad de los medios y empresas para producir y programar lo que consideren más conveniente, ni sobre la libertad de cada cual para leer o entretenerse con los relatos disponibles. Es más, creo que cualquier intento de restricción o censura de estas libertades de creación y tráfico narrativo tendría todavía peores consecuencias que su flujo en libertad.

Pero no puedo evitar, tampoco, pensar y sentir cierta pena elemental.

 

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