Apenas estoy empezando los primeros capítulos del Kafka de Pietro Citati (Ed. Acantilado, traducción de José Ramón Monreal), y estoy admirado. Por una parte por la calidad literaria; tanta que a veces uno duda si el libro es simplemente una excusa de Citati para desplegar una prosa que encuentra su mejor inspiración narrando la vida de otro escritor.

Puede calificarse de “biografía”, pero es muy especial. A Citati no le preocupan tanto los datos (aunque es muy certero en la cronología, y no en vano, pues si hay algo seguro en la vida es que un día viene después de otro), sino los momentos esenciales en la vida de Franz.

Hasta ahora yo no había prestado mucha atención a las Cartas a Felice, una colección de quinientas misivas postales que Kafka escribió y envió a Felice Bauer entre 1912 (año de composición también de La Metamorfosis) y 1917. Aún no he leído las cartas -aunque ya me he hecho con la edición de Nórdica Libros, con traducciones de Pablo Sorozábal-, pero gracias a Citati tengo una visión muy precisa sobre su importancia.

Kafka y Felice se vieron personalmente muy pocas veces, menos de diez, en los seis largos años de su relación epistolar. Uno en Praga y otra en Berlín, consiguieron sin embargo establecer (sobre todo Franz) una intensa comunicación que animó los días más tristes y contribuyó a encauzar el talento literario y personal de Kafka. Este epistolario vuelve a situar en el centro del debate literario y psicológico la función del amor como móvil vital, independientemente de su realización. El amor es un viaje, no un destino, como bien nos recordarán más adelante Kavafis y Antonio Machado, también.

La unión sexual o la convivencia no parecen formar nunca parte de los planes reales de Kafka. Flotan en el horizonte como una referencia habitual en el desenlace de las relaciones, pero no es lo que busca, ni lo que le hace feliz. Es más, tampoco parece tener gran interés en estar con Felice físicamente. Lo importante para él es dar rienda suelta a sus pensamientos y emociones, tener una confidente y sentir con seguridad que al otro lado del buzón hay una persona que piensa en él con la misma devoción que imagina.

El esquema se repite, hoy en día, con muchas relaciones virtuales. Los amantes de mensajería instantánea esperan el double check o la campanita de nuevo mensaje con la misma impaciencia vital que Kafka aguardaba la visita del cartero. Lo peor, sin duda, es el silencio. Lo único realmente necesario es tener la seguridad de que el vínculo virtual es cierto, de que somos importantes para el destinatario de nuestras confesiones, ya sean trascendentales o triviales.

La historia de la literatura abunda en historias de amor en las que la unión matrimonial de los amantes es, como mucho, un final feliz que no merece ni siquiera una descripción sumaria. De hecho, cuando llega el happy end la historia se termina; no hay nada más que contar; solamente suponer que vivieron felices y comieron perdices. La verdadera historia es todo lo anterior al desenlace.

También abunda en casos de enamoramiento virtual, mucho antes de la cosa digital. Lo del Quijote con Dulcinea del Toboso es una referencia, pero podemos pensar también en Petrarca, enamorado de una Laura apenas entrevista a distancia; o en Chirín (la protagonista femenina del relato persa del siglo XIII) que se enamora de Cosrroes nada más que por las descripciones que el ministro Shapour le hace de él. Así, no hace falta ni siquiera ver o conocer realmente a la persona objeto de futuros desvelos; la simple narración certera de sus calidades puede hacernos recorrer cientos de kilómetros desérticos a lomos de un fabuloso Shebdiz (el caballo incansable de Chirín) para llegar a su presencia.

El amor literario no es una institución; es una experiencia interior, que puede manifestarse de mil maneras, y la literatura -reino de la fantasía por excelencia- nos recuerda que lo importante es imaginarlo y comunicarlo. Realizarlo puede estar bien, sí, pero comparado con la anticipación se queda en ná.

En esto se parecen amor y religión. La mayor parte de las religiones tienen como objetivo algo que ocurre después de la muerte, y que se sepa ningún humano ha regresado aún de ella para contarnos si en efecto consiguió ver a San Pedro o beber en arroyos de leche y miel rodeado por bellísimas huríes. Sin embargo, esto no impide que sumen adeptos, y que para muchos el camino de salvación sea útil no como pasaporte al más allá, sino para vivir una vida mejor en el acá.

El éxtasis místico y los ardientes diálogos de San Juan o Santa Teresa con el creador son así parientes de la correspondencia de Kafka y Felice: una vivencia interior absorbente y totalizadora, en la que el fin no solo justifica los medios, sino que tiene muy poca importancia comparado con ellos.

Siguiendo el mismo principio, dudo si debo leer las Cartas a Felice -las reales, las originales- o es mejor quedarme con la fantástica evocación que de ellas hace Citati en su Kafka. Veremos.

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