Leer a Carlos García Gual siempre es inspirador. Para alguien que aún no haya tenido mucho contacto con los clásicos griegos y latinos, por ejemplo, su Voces de largos ecos (Editorial Ariel, 2020) es más que recomendable. Une lo divulgativo y lo erudito con facilidad y amenidad.

El catedrático de Filología Griega de la Complutense es también un experto en orígenes de la narrativa. Obras como Los orígenes de la novela o Primeras novelas europeas dan fé de ello. La literatura es un pasatiempo que gana con la perspectiva larga; es más divertida cuánto más se es capaz de remontar su árbol genealógico, ya que, como decía D’Ors, “lo que no es tradición, es plagio” -aunque esta afirmación es un poco radical, ya que además de la tradición hay que contar con la innovación capaz de producir inesperadas variantes de lo heredado.

En el paisaje medieval de las primeras novelas europeas se ubica Calímaco y Crisórroe, texto anónimo datable alrededor del siglo XIII y enmarcado en el género de la novela bizantina; escrita en el griego utilizado en el imperio paralelo de la cristiandad que durante doce siglos compitió con Roma por la hegemonía de la salvación. Según la wikipedia, “la novela bizantina, o libros de aventuras peregrinas, es un género literario narrativo en prosa que se desarrolla en España durante los siglos XVI y XVII a imitación de los autores helenísticos de la novela griega, en especial, Heliodoro de Émesa.”. Esta definición se queda muy pequeña tras el prólogo de García Gual, quien establece una línea genealógica entre la novela griega de los siglos I-IV -Heliodoro, Aquiles Tacio, Longo de Lesbos…- y el florecimiento de su epígono bizantino a partir del siglo XII. No hay que olvidar que Cervantes, el inventor de la novela moderna, siempre creyó que su su fama le vendría de Los trabajos de Persiles y Segismunda, que es, desde luego, un libro de aventuras peregrinas, una variante castellana de novela bizantina.

García Gual firma una exquisita edición y traducción de Calímiaco y Crisórroe, la primera directa del bizantino al español, publicada en 1982 por Editora Nacional en su colección Biblioteca de la Literatua y el Pensamiento Universales. Hay que decir que los bibliófilos “de barato” (o “de wallapop”), nos excitamos más allá de lo conveniente cada vez que tenemos oportunidad de adquirir un número descatalogado de esta colección, que en las últimas décadas del siglo XX recuperó, con rigor filológico y afán divulgador, textos como los Himnos Védicos (el Rig Veda hindú), el Kalevala finés, el Enuma Elis (poema babilónico de la creación), el Romancero Chino, Tristán e Isolda, y otros muchos que nos recuerdan que la literatura no empezó, ni mucho menos, con el Premio Planeta.

Asi pues, Calímaco y Crisórroe lleva en su anteportada el subtítulo de novela bizantina. Pero aplicar a un texto del siglo XIII el calificativo de novela -por más que sea académicamente impecable- puede colateralmente conducir a ciertos equívocos. El propósito de estas líneas es desvariar un poco sobre estos equívocos.

Cuando el ciudadano medio oye novela evoca un acto de consumo literario muy de los últimos siglos: una persona sola, en una habitación más o menos alumbrada, pasando entretenidamente hoja tras hoja, en silencio y arrobo. Utilizo deliberadamente la fea perífrasis “acto de consumo literario”, en vez de “lectura”. Nos faltan palabras para definir miles de acciones y circunstancias -uno envidia francamente la riqueza léxica del japonés. “Acto de consumo literario” incluye a la lectura, pero también a la audición teatral o a a la escucha de cuentos al amor de la lumbre. Durante muchos siglos antes de la alfabetización universal, los actos colectivos de consumo literario eran la norma, y la lectura solitaria una práctica muy restringida a sabios y religiosos del máximo nivel. (Por favor, si alguien tiene un término bonito y preciso que signifique lo que ocurre en la mente de una persona cuando consume literatura -a solas o en grupo, leyendo o escuchando- que me lo diga).

Es razonable pensar que un texto como Calímaco se disfrutara en escucha colectiva: alguien lo recitaba, locutaba o representaba, quizás para un público de mayoría femenina, en el que la capacidad de lectura individual estaba todavía mucho más limitada.

El texto de Calímaco y Crisórroe aportado por García Gual es especialmente interesante desde este punto de vista. Resumamos rápidamente el argumento: un rey envía a sus tres hijos a recorrer mundo para ver cuál de ellos merece más la corona. Los tres llegan a un territorio extraño ante cuyas dificultades retroceden los dos mayores. El menor (Calímaco, naturalmente) sigue adelante. Llega a un fabuloso castillo construído en oro y custodiado por gigantescas serpientes, a las que consigue superar. Libera a una bellísima (cualquier otra mujer comparada con ella sería como “un simio comparado a Afrodita”, dice el autor) doncella, que cuelga desnuda en una cámara de torturas, donde el malvado dragón dueño del castillo se entretiene en fustigarla antes de cenar. Calímaco da buena cuenta del monstruo, en parte con la ayuda de la propia doncella, que conoce los puntos débiles de su raptor. Después, ambos jóvenes viven secuencias de amor sensual en jardines bizantinos de cuya riqueza y naturaleza toda descripción queda corta, y en los que resuenan fabulosos ecos orientales. Hasta que tienen la mala suerte de que pasara por allí cerca un rey de otro reino vecino, de talante lascivo y conquistador, que ve a Crisórroe en un balcón y se dice que tiene que ser suya sí o sí. Como los generales de este rey desaconsejan el asalto militar al castillo, recurre a los servicios de una bruja que prepara una manzana encantada. No cuento más, que no quiero hacer spoiler; tenéis que leer el librito.

Como veis, abundan en Calímaco y Crisórroe resonancias fabulosas de la cuentística medieval: el rey y los tres hijos, el castillo del dragón, la pareja enamorada, la bruja con manzana envenenada… A veces uno tiene la impresión de que estos personajes tópicos están llamados a participar en una fiesta narrativa a la que simplemente no podían faltar, igual que quedaría deslucida la fiesta del embajador moderno si no acuden los principales damas y caballeros de su circunscripción. No siempre los personajes siguen un hilo narrativo coherente; pero al menos están ahí, han venido a la fiesta.

Otra de las peculiaridades del texto es su división en breves apartados separados por comentarios que detallan lo que viene a continuación: “Admirable descripción de la joven Crisórroe”, “Triste salutación de la doncella al joven”, “La maléfica y taimada emboscada de la bruja”, “Va a empezar lo angustioso” (sic), e incluso “Descripción del horno de la calefacción” del castillo del dragón. Estas glosas, nos informa García Gual, son obra de un comentarista posterior a la redacción original del texto.

También llaman la atención las frecuentes y sorprendentes intervenciones del “yo” narrador. A veces se excusa por dar rodeos; otras se lamenta por no disponer de adjetivos suficientes para describir tal o cual escena, pero el caso es que interfiere con frecuencia en el discurso textual. “¿Por qué hablo tan extenso y describo los detalles?”; “Si nos hemos apartado un poco de nuestra narración, ahora recuperamos la ruta”; tal es el tono de estas intervenciones. Se diría que este narrador a veces busca también la carcajada del público, como cuando junta en la misma frase (¿o cuadro?) a un simio y a Afrodita, o cuando en plena escena de matanza del dragón, Crisórroe le dice que con su espada de palo no conseguirá nada, y que mejor coja la del propio dragón.

Un detalle curioso más es la interposición en parte de la historia de algunas líneas de estribillo -o coro de tragedia- en momentos de especial tensión dramática:

¡Ya, maligno destino, ya, desatinada Fortuna, cumple tu designio, portadora de calamidad!

Todo esto nos hace pensar que este Calímaco y Crisórroe no fue escrita para ser leído, sino representada. Que no solo es novela, sino también guión teatral.

Y aquí es donde me permitiréis los desvaríos que anunciaba al principio.

Imaginemos un salón bizantino del siglo XIII, de buena familia, con ciertos lujos; una estancia de mármoles y maderas, una cena de amigos, veinte o treinta personas terminando de dar cuenta de sabrosas viandas y buenos vinos.

Entonces empieza la representación. Un lector experto -actor con buena voz, declamador con gracia gestual- empieza a contar las aventuras de Calímaco y Crisórroe. Puede que las lea, pero también que las declame de memoria, ya que es un texto con metro y rima (cuando la wikipedia define el género como “en prosa” se refiere a sus evoluciones modernas en español).

A su lado hay un ayudante que va mostrando ilustraciones, dibujos que representan las diferentes escenas de la película: el rey y sus tres hijos, la llegada al castillo, la lucha contra el dragón, el amor en los jardines, la intervención de la bruja… Cada una de estas escenas se corresponde con cada cual de los párrafos separados por comentario introductivo en el texto. Las glosas serían así acotaciones teatrales, que indican al recitador el tono que debe adoptar para cada momento, y al ayudante de escena qué dibujo o ilustración debe mostrar. Es una función similar, salvando las distancias, a las que las clases más populares utilizan tambien en sus ferias y plazas para entretenimiento colectivo. Las Biblias de los Pobres no fueron otra cosa: ilustraciones grabadas que los predicadores comentaban en vivo y en directo, sirviéndose de lo iconográfico para fijar la palabra. O como los retablos ornados de muchas de nuestras catedrales e iglesias, ilustraciones escultóricas que servían al oficiante para fijar en la imaginación de los fieles, durante el sermón, los tormentos, las aventuras y peripecias de los santos y santas honrados en cada territorio. Hoy, el género homilético es mucho más abstracto, ético y conceptual, pero hubo un tiempo en el que alumbró grandes estrellas, formidables rapers religiosos que encandilaban y atemorizaban a los fieles con su palabra intensa. El retablo era su decorado y storyboard.

Imaginemos también que en el salón bizantino hay un coro musical que recita el estribillo de la Fortuna cuando le corresponde. Es una obra en verso, y por tanto toda la representación se presta al acompañamiento musical. Podemos imaginar una sección de cuerda, flauta y percusión acompañando toda la represtación, con diferentes aires y tempos según el momento de miedo, batalla, dulzura o peligro.

Estamos en casa de una familia rica: imaginemos que no solo se muestran dibujos, sino que intervienen en la representación personajes caracterizados -el dragón, la bruja, el rey malvado…- en modo gestual, como marionetas de una acción ilustrada paralela a la declamación del actor principal.

Imaginemos, finalmente, a los amigos y familiares de esa noche aplaudiendo o llorando al final de la historia, y despidiéndose con comentarios elogiosos hacia la representación, ocultando con dificultad una cierta envidia por la riqueza y variedad de sus personajes, escenas, músicos, decorados… ¡Qué gran velada!

Además del término adecuado para “acto de consumo literario”, agradecería referencias bibliográficas sobre la historia de la lectura. Voy a ver si la de Alberto Manguel (Alianza Editorial, 2005) enfoca la diversidad de circunstancias que en cada momento han sido capaces y necesarias para desencadenar en la mente ese fabuloso sueño, esa second life, que produce la literatura. Quizás deba buscar también en la estantería de Historia del Teatro. Lo idóneo sería una visión amplia, ya que teatro, novela, cuento, poesía, cine o cómic, no son más que diferentes rituales utilizados para inducir dicho sueño, más grato que muchas de las horas de vigilia.

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