El animismo es la tendencia a atribuír a los objetos un alma, una vida, una voluntad. Algunos la consideran religión -y claro que puede llegar a serlo cuando un grupo humano se dedica a idolatrar objetos o fenómenos. Dicen que está en la raíz misma del hecho religioso, en la adoración al rayo, el sol o la luna de los primeros homo sapiens.

Pero no quiero hablar de religión. El animismo es una tendencia prácticamente innata en el ser humano; es la que lleva a los niños a creer que sus muñecos tienen vida, por ejemplo. En cierto sentido, el animismo es pariente del simbolismo: por ejemplo en el fervor que despierta en los patriotas la imagen de su bandera, o los colores del club en los forofos. También tiene su componente erótico: el fetichismo es un animismo porno, por el que se atribuyen a un zapato o una peineta cualidades eróticas que de por sí, obviamente, no tienen.

El animismo que me interesa es el que responde a la necesidad elemental de todos nosotros por comprender el mundo. Sólo podemos hacerlo atribuyendo a las cosas y fenómenos intención «humana», vida. ¿Por qué demonios es tan hermoso un cristal de malaquita, si es una simple piedra? ¿A quién quiere gustar? ¿Por qué es tan majestuoso el trueno, qué nos quiere decir?

Malaquita

El animismo no religioso no tiene por qué establecer relaciones jerárquicas. Me interesa un animismo «de igual a igual», que es precisamente el que establece el niño con su muñequito de superhéroe. Son amigos. Están juntos en la vida. Es cierto que el niño, finalmente, será adulto y abandonará al muñequito en algún desván donde esperará el «revival» o la definitiva condena a la trituradora. Pero tampoco quiero hablar de Toy Story.

El japonés es un pueblo profundamente animista. Atribuye cualidades vitales a prácticamente todo: las líneas de metro, las ciudades, las piedras… Su pasión por el protocolo -todo debe estar ordenado, limpio, en su lugar, perfecto- se deriva en parte de ello. (En pequeña parte, puesto que el verdadero sentido del protocolo es comunicar al prójimo el respeto por las cosas comunes, por los detalles, por la atención puesta en cada momento de la vida).

El animismo es interesante porque expresa lo que uno lleva dentro. «Piensa el ladrón que todos son de su condición», dice el refrán; así que el animista ladrón pensará que las farolas le vigilan para robarle y las hojas de los árboles buscan su cartera. El animista siniestro atribuye cualidades malignas a casi todo; el animista totalitario busca enseguida las jerarquías… Dime qué animismo practicas y te diré quién eres, podría refranearse también.

Mascotas Japonesas

El animismo japonés es sencillamente encantador. Todo son mascotas, acción, simpatía, «jingles» musicales agradables… Seguramente no hay un pueblo mejor dotado en el mundo para la narración gráfica como el japonés. Y eso es en parte porque lo personifica todo: hasta los terribles tsunamis tienen asociado un personajillo delicioso, como se cuenta en la fascinante cinta de animación «Ponyo en el acantilado», del imprescindible Hayao Miyazaki («El viaje de Chihiro», «La Princesa Mononoke», «El viento se levanta»…).

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El infantilismo que muchos atribuyen a los japoneses es cierto. Y es bueno. Cuanto más tarde se encuentre uno en la vida con el horror y el mal, mejor. Ojo, no con la muerte o la enfermedad, que son al fin procesos naturales, y a los que se puede atribuír un lugar y una función en nuestras vidas sin mayor complicación, aunque no sea un lugar grato ni alegre. La muerte no es «mala», a pesar de que el animismo occidental se empeñe en representarla de forma horrible, esquelética y guadaña en mano. La muerte es un hecho de la vida, y es incluso necesaria para darle sentido. La muerte individual, además, no significa el olvido, siempre que haya quien nos recuerde, siempre que hayamos dejado una impronta de afecto. Mueren las hojas, y también los árboles, pero no muere el bosque. A menos que entre por medio el verdadero «mal»: la ambición, la destrucción, el odio, el fanatismo, la estupidez arrogante.

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Perdón por esta disquisición un poco zen. Lo que quería decir es que Japón es un universo de personajes fantásticos, doraimons, pokemons, olivers y benjis, heidis, ponyos, hello kittis y cientos y cientos y miles de diminutas deidades de rasgos sencillos y colores fáciles, cuya relativa cursilería se perdona con creces porque traslucen la verdadera intención del animismo japonés: pensar que la vida es bella, que merece vivirse, que hay que luchar, y que más vale morir luchando que sobrevivir vencido por la inercia, el aburrimiento o el mal.

Por cierto, no es extraño que una de las principales artes gráficas japonesas se llame «anime», ni que en efecto sean los reyes mundiales de la industria de la «animación». Son buenos animistas.

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