En relación con este artículo: “Los peligros de volverse adicto al whasap y como ponerle freno”.

La adicción al Whasap, o a cualquier otra forma de soporte de comunicación, no se deriva del soporte en sí mismo, sino de una necesidad afectiva. La literatura universal está llena de magníficas escenas relacionadas con la “carta” –de hecho hay todo un género denominado “literatura epistolar”. La carta de antaño –escrita a mano, transportada a caballo o en tren, entregada por anónimos y esperadísimos carteros- también creaba adicción; ¡claro que la creaba! Son tantas las posibles referencias a secuencias memorables de cine o de novela referidas al momento de esperar y recibir –o no- la carta que dejo a la voluntad de los comentarios de este post la recopilación de algunas de ellas.

Lo que causa adicción no es el soporte de la comunicación, sino el placer que produce recibir un mensaje gratificante en lo afectivo. Simplemente ocurre que, como en todo, la velocidad en la transmisión de esos mensajes se ha multiplicado desde los años de la carta medieval a los meses de la carta romántica, las semanas o días de la carta del siglo XX y –ahora- la pura y simple instantaneidad del whasap (o cualquier otra forma de mensajería, ojo, ¡que hay muchas!).

Sí es cierto, y lo ha sido siempre, que la distancia física dificulta la plenitud afectiva;  creo haber leído que el 80% de la comunicación entre personas es “no verbal”: gestos, movimientos, entonaciones, posturas… Por tanto, interpretar comunicaciones de personas a las que no se ve y no se oye tendría un 80% de margen de ambigüedad en la precisión de la interpretación.

También es cierto –afortunadamente para la historia de la literatura- que el afecto se nutre en grandísima medida de la idealización: queremos creer que la persona a la que queremos y que dice querernos realizará nuestro sueño vital y nos llevará a la cima personal afectiva más alta que podamos imaginar.

La combinación de los párrafos 4 y 5 anteriores –margen de ambigüedad y tendencia a la  idealización- con la mensajería instantánea resulta en un cóctel afectivo y emocional muy cercano a la telepatía –si hay reciprocidad- y quizás proclive a la paranoia u obsesión cuando la conexión se debilita o rompe.

Pero esto no es culpa de la mensajería instantánea, ni de las nuevas tecnologías, sino simple y llanamente del vacío afectivo en la vida de cada cual. Parecidos comportamientos obsesos pudieran darse en las eras de la carta, el teléfono, el tam tam o las columnas de humo: el afecto necesita afecto: necesitamos sentir esa caricia interior del cariño en nuestras vidas, venga transportada por la voz, el tacto, el viento, el cartero o las redes 3G.

Cuando en el afecto se acaban la reciprocidad o la confianza pueden surgir comportamientos de todo tipo  que buscarán llenar el vacío de placer anterior. Algunos de ellos, sin duda, malsanos o violentos. Pero repito: no es un problema de soportes o tecnologías: es un problema de educación, y en este caso de educación afectiva. Aprender y enseñar a asimilar la separación física o virtual de nuestra fuente de afecto es la clave. Claro que el afecto limita en frontera borrosa nada más y menos que con el mismísimo amor, y ahí, ay, con la vida hemos topado.

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