¿Por qué decía que me gustaba el be-bop?

Los instrumentos de viento fueron creados para ser estridentes. Su función originaria es militar, cuartelaria, gregaria a través del escándalo. El que primero concibió un instrumento de viento no lo hizo pensando en la sutileza musical, sino en llevar el sonido lo más lejos posible, convocando huestes aliadas o ahuyentando enemigas. Un instrumento de viento es un amplificador de sonido, no un modulador. No está ideado para la sutileza, sino para el alcance.

Esto, en parte, explica mi aversión al be-bop. Bajo el paraguas genérico de la denominación “jazz” se cobijan prodigios tan variados y agradecibles como las delicias melódicas de Milt Jackson, el genio pianístico de Oscar Peterson, la fantasía creativa de John McLaughlin o el universo amplísimo de evocaciones universales de Pat Metheny, por no hablar de Hiromi Huehara. Pero también son jazz los infiernos mentales de Coltrane, los incomprensibles fraseos de tantos y tantos émulos de Charlie Parker, las inconmensurables tonterías de Miles Davis, soplando como un niño en trompetilla de fiesta de pueblo para adoración de masas mundiales de acólitos atónitos. Exceptuando a Stan Getz, Paul Desmond (¡qué grandes ambos!) y Chet Baker, si pudiera borraría de mi historia todo el tiempo dedicado a la escucha en vivo o en casita de saxofonistas, trombonistas, trompetistas y demás soplavientos.

¿Cuántas noches de mi vida, cuántos días he perdido escuchando jazz, intentando que me gustara una música sin sentido? ¿Por qué le he dado al jazz una segunda, tercera o cuarta oportunidad, que nunca consentí al heavy metal, el cual curiosamente me gusta ahora casi más? ¿Por su cariz intelectual, por el aval de Cortázar, su perseguidor y su Rayuela? ¿Por qué mentía como un imbécil cuando después de un concierto siniestro en el San Juan Evangelista, de cuyo instrumentista no quiero ni espero acordarme jamás, alguien me preguntaba “¿qué te ha parecido?”