Verdaderamente, la cuestión del criterio de ordenación en una biblioteca personal es una de las más hondamente metafísicas que un alma puede afrontar. ¿Por temas? Pero ¿qué son los temas sino un pálido eco de las asignaturas escolares? ¿Por autores? ¿Es que acaso el orden alfabético tiene algo distinguido, más allá de su propia convención? No: el único orden legítimo y posible en una biblioteca personal es el caos, la memoria caprichosa de su dueño que sitúa a Schopenhauer junto a Cioran y a Walter Benjamín entre los pendientes, porque el criterio cronológico también es importante, y la llegada de unos y otros volúmenes a nuestro imperio también es una categoría, ya que al llegar adquieren los perfumes, paisajes, nombres y sensaciones de aquel momento, que misteriosamente guardan entre sus páginas, sin necesidad de ninguna flor puesta a secar entre ellas, porque sí.

Y si, además de todo esto, uno tiene más de un domicilio -familiar, oficina, casa de campo o playa- la cosa adquiere tintes épicos. ¿Dónde querré leer, o simplemente tener a mano, la Arcadia? ¿Alguna vez intentaré verdaderemente entender a Torquato Tasso? ¿Quizás si lo emparejo con Bukowsky?

Yo no sé si hay respuestas académicas para preguntas como estas, pero sí sé que el trabajo de ordenar, deshacer, cambiar, mover, recuperar, hojear e incluso tirar a la basura algunos de los libros de nuestras estanterías es de lo mejor que puede hacerse en tardes de lluvia larga, en este marzo gris y perfecto de 2025.

(A la hora de poner el título de esta nota, resonó la sinonimia invasiva del «order» inglés, como si «ordenar libros» pudiera entenderse como «ordenar» una comida, o un servicio cualquiera. No necesito decir cuán lejos de mi ánimo está esa acepción, ¿verdad?)

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