Yo soy de aquéllos que disfrutaron la Filomena como niños con botas  de lluvia nuevas, sin colegio y con amigos. Me fascinó la demostración de poderío que paralizó Madrid durante una semana, transformando sus paisajes: autobuses detenidos en medio de su trayecto, coches abandonados en calles imprevistas (¿quién iría en ellos, cómo llegó a casa?). Por lo mismo, estoy disfrutando el tren de tormentas de este marzo 2025 como un enano (¡espero que no se ofenda nadie!). Seis semanas de lluvia prácticamente ininterrumpida: eso equivale a un monzón asiático, a ese escenario de Blade Runner en el que la lluvia forma parte del paisaje por derecho propio, no como accidente atmosférico, sino estético.

La lluvia es un motivo artístico menospreciado. Molesta a los pintores, que no pueden salir a pintar al exterior. Introduce en las tramas narrativas una circunstancia poderosa, que el novelista no puede ignorar. Los buenos escritores no utilizan la lluvia como elemento de atrezzo: simplemente les llueve en medio de un capítulo, y deben ponerse la gabardina. La lluvia es soberana, llueve cuando quiere, incluso contradiciendo las predicciones más autorizadas. Eso es lo que más me gusta de ella.

La poesía de la lluvia está relativamente poco representada en el arte universal. Es extraño que en todo el panteón griego no haya un dios o diosa de la lluvia, cuando si lo hay del viento, del rayo o los volcanes. Da la impresión de que la lluvia acepta pasivamente su rol de decorado, sin pretender nunca ser primera estrella. Quizás «Singing in the Rain», con ese maravilloso Gene Kelly chapoteando en los charcos como un escolar de primaria, sea uno de los mejores cantos épicos que se le han dedicado. Porque lo que nadie puede negarle a la lluvia es su íntima afinidad con el alma infantil, que la percibe como un cambio esencial del escenario de la vida diaria: un día de lluvia es esencialmente diferente de uno de sol. Para los adultos, la lluvia es una molestia de tráfico, una circunstancia colateral, pero para los niños el día de lluvia es cualitativamente distinto del día escampado; la lluvia es su amiga, su compañera de travesuras.

¡Lluvia de los comics de Will Eisner, ese chaparrón incontestable, contra el que no hay paraguas posible, sino solo paciencia! ¡Lluvia maravillosa, revitalizadora, potente!

En la mitología griega no hay divinidad para la lluvia, pero en la mesopotámica sí: el dios Enlil, el fertilizador, es muy posiblemente una encarnación de esa potencia natural capaz de transformar el aire en agua, y a ésta en cultivos.

¡Lluvia de los monzones, lluvia de películas como Apocalipse Now, torrencial, definitiva, inexcusable! Lluvia causante del primer desastre natural registrado en los anales, el Diluvio Universal, cuarenta días y cuarenta noches -es importante la precisión- de lluvia constante, extintora: la lluvia como arma de destrucción masiva en manos del terrible Yaveh del antiguo testamento.

Lluvia de Extramuros, quizás la mejor novela del siglo XX español, cayendo sobre tierra castellana, conventos y campos de cultivo, destartalando establos, debilitando conventos, anegándolo todo, causando desgracias, sin intención, y también alegrías, pues si algo caracteriza a la lluvia es su inocencia: ella cae, allí donde le toca, y lo que pase después no es de su incumbencia, ella termina al entregarse verticalmente a la tierra; lo demás no es cosa suya.

Definitivamente, me gustan estas Aguas de Marzo madrileño.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *