El verso será libre o no será
Gracias al chat de 40 aniversario de mi promoción de filología (¡madre mía!), y por indicación de Antonio Berdonés, he tenido conocimiento de El arpa olvidada (Guía para la lectura de la poesía), de José Luis Vega (Puerto Rico, 1948). Leemos lo siguiente:
«El contenido fundamental de la poesía lírica es la vida interior del poeta. Dicho de otro modo: el propósito de la poesía es la representación del mundo interior desde la perspectiva de los sentimientos y las emociones del poeta. Mientras las formas narrativas y dramáticas se ocupan de la vida como acción, el poema procura la plasmación de un estado del alma. Antes que al tiempo de la sucesión y del acontecer, la poesía se asoma a la unidad del instante. Muchas composiciones líricas contienen, es cierto, conatos narrativos, secuencias de acciones más o menos desarrolladas en el tiempo virtual del relato. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre con las formas épicas (narrativas o dramáticas), el lector o el oyente de las formas líricas no percibe tales elementos como lo fundamental del texto. En el género lírico la secuencia narrativa opera como auxiliar en la comunicación de un contenido subjetivo».
Esta apreciación explica por qué uno solo de los poemas de Residencia en la Tierra es mejor que todo el Canto General, obras ambas del mismo poeta. Pero reservemos de momento la cita anterior. En el chat, conversábamos sobre la longevidad del soneto, esa forma poética que el Renacimiento y el Barroco llevaron a la perfección, pero que ha continuado solicitando a los poetas posteriores como un reto al que se considerara deshonroso no responder. A veces se oye a alguien decir que un poeta no se confirma en su plena condición de tal hasta que no escribe un buen soneto.
Personalmente, pienso que la obediencia a la métrica ha sido responsable de muchos desastres líricos e incluso de la deserción de muchos buenos espadas del ejército de los poetas, además de innumerables migrañas. En el principio, el soneto era una canción (su propio nombre lo indica), y cuando perteneció a la cultura social y cortesana del día a día, entre los siglos XV y XVII, su propia cotidianeidad impulsó una producción tan natural como exuberante, entre cuyos millones de frutos surgieron algunas de las cumbres que todos conocemos, atribuibles a Petrarca, Boscán, Garcilaso, Góngora y Quevedo, entre muchos otros. Puede decirse que Lope de Vega pensaba en verso, hablaba en verso con la misma naturalidad que nosotros damos likes o posteamos algo instagrameable. Es esta naturalidad la que explica su ingente producción.
Pero hace ya muchos años que el soneto no forma parte de nuestras vidas cotidianas. Claro que puede haber devotos poetas que hayan empapado tanto su red neuronal en las aguas de la Edad de Oro que lleguen a alcanzar la maestría necesaria para perpetrar un buen soneto, incluso alguno genial, pero modestamente creo que habrán sacrificado su indudable talento en aras de una norma métrica que, de por sí, no asegura nada. La inmensa mayoría -estimo que 999 de cada 1.000, o quizá más- sonetos escritos después de 1.650 son horribles, y solo pueden reclamar el rango de «poemas» por el aval de la métrica, aunque carezcan de cualquier «plasmación de un estado del alma», volviendo a la cita de José Luis Vega.
Esta cuestión se trenza, además, con otra, de largo recorrido en temas líricos: la posibilidad de traducir poesía. Sabido es que los autores que llevan a su máxima expresión la creatividad formal de su lengua -como Góngora, Valle-Inclán o Joyce- tocan cielos literarios reservados a muy pocos, haciendo brillar su lengua de manera deslumbrante, pero a la vez se condenan a la incomprensión de todos aquellos que hablan otro idioma.
Cuando obedece antes a la forma métrica que al empeño de trasladar «un estado del alma», la poesía le ata una bola de presidiario a los pies de sus traductores; no llegarán muy lejos. Vamos a ver de forma práctica, con dos textos de grandes poetas traducidos al español. El primero, de Paul Verlaine:
ALEGORÍA
El verano despótico, sofocante, incoloro,
como un rey holgazán presidiendo un suplicio,
desperézase en medio del ardor de los cielos
y bosteza. De espaldas al trabajo, dormimos.
Las cansadas alondras ya no cantan, no vemos
ni una nube, ni un soplo que dibuje algún pliegue
arrugando este azur imperturbable y liso
donde hierve el silencio, donde nada se mueve.
En sus ásperos cantos la cigarra sestea
y por cauces estrechos, pedregosos, el agua
del arroyo agostado ya no brinca, serpea.
Una rueda incesante de colores irisa
toda luz que se extiende hecha flujo y reflujo…
Amarillas y negras, revolean avispas.
(Traducción de Carlos Pujol para Editorial Trieste)
El estado de alma evocado por el gran poeta simbolista es esa indolencia veraniega, calor sofocante y quietud, sumisión a la soberanía del verano, que todos hemos sentido alguna vez: el canto de las cigarras, la quietud de la naturaleza en el apogeo del dios Verano. Desde luego, Verlaine consigue su objetivo, pero ¿no os parece que el empeño de ahormar la sensación estival en cuartetos y tercetos con sus rimas consabidas le resta fuerza, en vez de añadirla? Por supuesto, en la versión de lengua original los efectos sonoros serían mucho más perceptibles, pero esta traducción es del gran Carlos Pujol, y seguramente no se pueda hacer mejor.
El segundo, de Charles Bukoswki. Es largo pero merece la pena:
LA VISIÓN MÁS EXTRAÑA QUE JAMÁS HAYA TENIDO
yo tenía aquel cuarto frente a DeLongpre
y solía pasar horas y horas
sentado
mirando por la ventana
de delante
había un montón de chicas
que pasaban
moviendo las caderas;
eso salvaba mis tardes,
añadía algo a la cerveza y a los
cigarrillos.
un día vi algo
especial.
primero oí una voz.
«¡venga, empuja!», dijo él.
era una tabla larga
de unos 80 centímetros de ancho y
2 metros y medio de largo;
clavados en los extremos y en el centro
tenía unos patines.
él tiraba por delante
de dos cuerdas atadas a la tabla
y ella estaba en la parte de atrás
guiando y empujando también.
todas sus pertenencias estaban
atadas a la tabla:
ollas, sartenes, colchas y demás
estaban amarradas a la tabla
muy fuerte;
y las ruedas de los patines chirriaban.
él era blanco, con el cuello enrojecido,
un sureño,
delgado, depauperado, con unos pantalones
que casi se le caían
culo abajo,
la cara colorada por el sol y el
vino barato,
y ella era negra
y caminaba erguida,
empujando;
era sencillamente hermosa
con un turbante
largos pendientes verdes
vestido amarillo
desde
el cuello
hasta
los tobillos.
su rostro era gloriosamente
indiferente.
«no te preocupes», gritó él mirando hacia atrás,
hacia ella, «alguien
nos alquilará un sitio.»
ella no contestó.
después desaparecieron
aunque yo seguí oyendo las
ruedas del patín.
lo conseguirán,
pensé.
estoy seguro de que
lo consiguieron.
(Traducción de Cecilia Ceriani y Txaro Santoro)
¿No os parece que el americano consigue una contundencia muchísimo mayor, gracias al verso libre? Los cuatro finales relampaguean con el «estado de alma» que quería trasladarnos: el asombro de una escena insospechada, una pareja pintoresca arrastrando todas sus pertenencias en una carreta vieja, creyendo con optimismo que alguien les dará cobijo, ante lo cual el poeta no puede dejar de solidarizarse, pensando que «lo conseguirán», y después zanjando el asunto con la seguridad de que «lo consiguieron», que no es más que una estratagema para sustraerse a la crueldad de la vida, a la infamia de la desgracia ajena, como si hubiéramos rescatado un pájaro a punto de morir y lo dejamos a la orilla del río, y nos vamos, diciéndonos «está bien, sobrevivirá, el sol le secará las plumas y volará», cuando lo más probable es que un gato o una urraca lo ataquen y devoren en cuanto nos hayamos alejando cien metros.
El contraste entre ambos poemas ofrece otra conclusión interesante: Verlaine enfoca hacia una escena eterna, intemporal, un bodegón de la naturaleza, ese momento estival de tanta densidad calorífica en el que parece que solo sobrevivirán las avispas; Bukowski es impactado por una escena única, inequívocamente urbana pero tan extraña de ver como revela el propio título. Sin embargo, este episodio único -lo que dura el breve tránsito de la pareja con su casa a cuestas frente a la ventana del escritor- describe a la perfección un «estado de alma» universal: la sensación de impotencia ante la desgracia ajena, la duda de si deberíamos haber intervenido. En el texto de Verlaine no hay «acción» propiamente dicha (a menos que consideremos el vuelo de las avispas o el canto de las cigarras como tal cosa), y por ello parecería más conforme con parte de lo que dice José Luis Vega en el párrafo inicial; sin embargo es gracias a la secuencia narrativa del tránsito callejero que nos alcanza el momento lírico de Bukowski.
El verso libre solo se debe a sí mismo. Puede emplear todo su capital en el objetivo específico de cada poema, sin pagar tributos de metro o rima. Puede jugar con las sonoridades, encabalgamientos y cambios de ritmo, si lo desea; nada le impide buscar también una cierta belleza musical, pero no se esclaviza a ella, ni apuesta todo a su intervención. Claro que la métrica y la rima pueden aportar mucho: el Taj Mahal no sería tan bonito si cada torre tuviera una altura diferente. Pero el poeta no debe fiarse a ellas, sino seguir el camino verbal que le lleve por el camino más corto y preciso a ese otro palacio que solo él puede construir.
Por cierto, yo también escribí, de joven, algún soneto:
En fin. Es obvio que la belleza física no garantiza la calidad de una persona. En muchos casos, incluso la deteriora. También lo es que una buena persona gana mucho correctamente aseada y vestida. Pero vamos, qe prefiero un vino con el Oscar Wilde arruinado en un tugurio de París antes que el mejor champán con Lord Alfred Douglas en un selecto club de Londres.
Ilustración de portada, El poeta pobre, de Carl Spitzweg (1839)
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Es un artículo excelente, querido amigo. Para releerlo más de una vez. Enhorabuena por ello, por tu ntiguo soneto, por tu aguda prosa.
Gracias, amigo.