La trampa de La Trampa Identitaria
La Trampa Identitaria: una historia sobre las ideas y el poder en nuestro tiempo, de Yasha Mounk (2023, editado en español por Paidós en 2024), es un magnífico libro para comprender la evolución del pensamiento político en las últimas décadas. Su tema principal es la evolución de la izquierda desde sus tradicionales posiciones «universalistas» a las actuales «identitarias». Entiéndase por «universalista» el planteamiento igualitario que se expresa en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales. Todas las personas son iguales con independencia de su raza, color, sexo, idioma, religión, política o el lugar donde hayan nacido». Entiéndase por «identitaria» la posición política que considera que para garantizar verdaderamente los derechos de ciertos colectivos no es suficiente una legislación igualitaria, sino que se precisan mecanismos que les favorezcan específicamente, como la discriminación positiva en casos de raza o género.
Yasha Mounk reconstruye la evolución de esta ideología desde los años 50 del siglo pasado, a través de intelectuales como Michel Foucault, recordando el histórico debate con Noam Chomsky que ambos protagonizaron en 1971, y en el que quedó patente que el europeo ya no creía en las posibilidades de un programa de acción política determinado para alcanzar la justicia universal, sino en una ideología líquida y difusa capaz de adaptarse a cada caso en cada país y momento. El reconocimiento del fracaso del programa comunista impulsó a muchos intelectuales de izquierdas a posiciones parecidas; dejaron de creer en cualquier plan histórico hacia la felicidad colectiva, pues el ideal marxista había terminado en el infierno estalinista, y el libertarismo (la tesis de que la felicidad colectiva se obtiene mediante la reducción al mínimo de la autoridad estatal) era ya patrimonio de una derecha a la que aquellos intelectuales no podían abrazar por pudor, coherencia o falta de flexibilidad.
Pensadores como Edward Said, Gayatri Spivak, Gilles Deleuze y otros muchos pueblan las páginas de La Trampa Identitaria, articulando un discurso brillante cuya siguiente etapa es la posmodernidad, formulada por Jean-François Lyotard en 1979 como el reconocimiento de que la era moderna definida por los grandes relatos de la historia -el progreso hacia la razón prometido por la Ilustración, o la revolución socialista propuesta por el marxismo- había llegado a su fin. Mounk sigue avanzando en su trabajo de arqueología sociológica contemporánea, hasta llegar a la consagración en el siglo XXI de los principios identitarios con los que la izquierda renuncia a perseguir un marco común para todos los ciudadanos, y prefiere centrarse en la situación práctica de cada colectivo -de raza, de género, de opción sexual, religiosa, etc.- articulando las medidas necesarias para garantizar su bienestar.
En los primeros años de nuestro siglo, los «woke» eran votantes «concienciados» de la necesidad de este giro intelectual, necesario para seguir manteniendo los ideales de lucha contra las injusticias y desigualdades. A partir de 2010, sin embargo, lo woke comenzó a radicalizarse hacia posiciones de revisionismo histórico y cancelaciones de todo tipo, desde cuentos infantiles hasta directores de cine, desde políticos decentes autores de un tuit desafortunado hasta profesores de escuela marginados por no abrazar el ideario identitario. La transformación de estas posiciones en una auténtica dictadura del pensamiento es objeto del también excelente ensayo del español Darío Villanueva, Morderse la lengua: corrección política y posverdad (Planeta de Libros, 2021). Villanueva acaba de publicar El atropello a la razón (Espasa, 2024), sin duda tan interesante y valiente como el primero.
El evidente fracaso económico del comunismo dejó a la izquierda del siglo XX sin argumentos económicos; había que admitir que, por muy buenas que fueran las intenciones, la concentración de toda la riqueza en manos del estado y la abolición de la propiedad privada no eran buenas ideas. Se trató, entonces, de llevar los propósitos de justicia e igualdad económica al terreno identitario, aplicando medidas y políticas que beneficiaran a los colectivos más desfavorecidos y vulnerables, legitimando la fuerza fiscal necesaria sobre el sistema de base capitalista e iniciativa individual reconocido (hasta por los chinos) como único capaz de generar riqueza.
Yasha Mounk sostiene que la trampa de la ideología identitaria es que, a pesar de que pueda tener en su origen ideales nobles (también los tenía el marxismo), produce resultados negativos, creando otras desigualdades e injusticias diferentes, y marginando a muchísimos ciudadanos que no se sienten parte de un colectivo determinado, que no reivindican una identidad política, sino que siguen creyendo en los viejos objetivos de los derechos universales. Muchos de estos terminan desplazándose a posiciones colonizadas por populistas de derechas, y así se explican, en definitiva, las victorias de Trump, Orban, Le Pen (no olvidemos que fue el partido más votado en Francia en las legislativas de 2024), Milei o Meloni. Esta desprotección del ciudadano medio no identificado con ningún colectivo significativo para la izquierda y su paulatino refugio en el ala opuesta del espectro político se acentúa con la polarización: la izquierda llama a sus votantes al cierre de filas, a la alarma antifascista, convenciéndoles de que es preferible aceptar el esquema identitario, con todos sus defectos, antes que abrir paso de nuevo al fascismo. Muchos políticos de centro y de derecha razonables, que también los hay, afortunadamente, rechazan categóricamente su etiquetado como «ultras», pero la dinámica de la polarización funciona. ¿Por qué? En la respuesta a esta pregunta está la trampa de La Trampa Identitaria, que en mi opinión consiste en ignorar las dinámicas electorales que subyacen a todos los procesos democráticos, como si la política fuera solo cuestión de ideologías formuladas por intelectuales y catedráticos.
En cuanto encendemos el foco electoral, comprendemos mejor el juego identitario. No se trata de perseguir ideales, o no solo de eso, sino de captar los votos de determinados colectivos mediante políticas que les satisfagan. La revalorización automática de pensiones por IPC -una bomba de relojería para las cuentas públicas si la inflación se desata- garantiza a su ejecutor la simpatía de un colectivo electoral inmenso. Las políticas feministas más contundentes resultan gratas a buena parte de la mitad del electorado de cualquier país. El posicionamiento claro, incluso radical, en cuestiones de opción de género y sexualidad obtiene los votos del arcoiris. Y quienes se atreven a plantear alguna duda económica, social o legislativa al respecto son inmediatamente añadidos al colectivo rival, el de los «fachas» que recortan derechos y libertades. No hay término medio válido; o estás con unos o con los otros, no se puede ser equidistante, y apenas discrepar, y casi tiene su lógica, ya que solo se puede depositar una papeleta de voto en el momento de la elección, y nos convencen de que el «voto útil» es la mejor estrategia.
Al párrafo anterior se le puede objetar diciendo que buscar la mayoría electoral es la esencia misma de la democracia, y que la posición que expresa es simplemente la de un conservador reacio a perder sus privilegios. Y a esto se puede responder con una pregunta: ¿el fin justifica los medios? La búsqueda de la mayoría ¿puede legitimar cualquier política? Y viceversa: ¿cualquier mayoría puede tomar cualquier decisión? Se supone que para evitarlo están las Constituciones y el poder judicial, pero los identitarios extremos desprecian abiertamente sus actuaciones cuando les contradicen, atribuyéndolas a ideologías de clase (lawfare) y reclamando que los jueces sean «reeducados».
Esta es la «trampa», entre comillas, ya que no creo que Mounk haya querido engañar a nadie con su libro, sino todo lo contrario, ayudarnos a comprender mejor el presente. No tener en cuenta las dinámicas electorales, la ingeniería de votos en la que trabajan cotidianamente los partidos, es obviar un elemento esencial de la ecuación. Quizás por vértigo ante la conclusión que resuena: la democracia produce, como el marxismo, resultados perversos. Pero no debemos tener miedo: esta conclusión es falsa. La democracia es el menos malo de los sistemas políticos necesarios para organizar la vida en colectivo, pero no debemos confundir democracia con sistema electoral. Tenemos que plantear un debate en profundidad sobre el segundo para proteger a la primera. Y no me refiero únicamente a la Ley D’Hont, sino también a la frecuencia y metodología de las consultas electorales. Votar más y sobre más cosas devolverá a muchos ciudadanos desengañados la ilusión por la cosa pública, el sentido de pertenencia a un proceso de gobierno que hoy sentimos lejanísimo, y esa distancia nos lleva a expresar la frustración en opiniones y redes, donde la polarización la capta de inmediato para clasificarla en uno u otro bando. Y hay que avanzar en democracia digital. ¿Por qué la participación pública solo puede expresarse de manera efectiva en procesos electorales diseñados para el siglo XIX? Toda la economía planetaria se mueve hoy en autovías digitales. ¿Por qué nuestras opiniones solo tienen valor si se manifiestan en un proceso presencial, costoso y lento?
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