¿Sabéis el chiste del gangoso y el amigo miedoso? Es uno que tiene que ir al dentista a que le saquen una muela, y está aterrorizado. Lo comenta con su mejor amigo, que es gangoso (ignoro si esta cualidad tiene otro nombre políticamente correcto), el cual le anima diciendo: “¡¡pe-pe-pe-ro hommmmm—mmmmbre!! ¡Nno tie-tttt-ttienesque-tttt-ten-ttenn-er-mmmm-mmmiii-miiiieddo! ¡El—–dddd-dennn-nnnn-dennn-tttt-tiissss-ssss-ttttaa-aaaa-hará-lo-mmme-mmmme-jjjjj-jjjooor-pppp-pppp-para-ttttt-ti!” Y el primero responde: “¡Sí, claro! ¡Para ti es muy fácil decirlo!”.

Es posible que el párrafo anterior os haya suscitado una leve sonrisa. Os aseguro que cuando yo oí el chiste de viva voz, hace unos días, en una terraza de cervezas con amigos, interpretado magníficamente, la carcajada general fue estruendosa. De nuevo pido disculpas a las personas con dificultades de habla, pero creo que entenderán que el propósito de estas notas justifica la broma.

La diferencia entre la lectura y el habla es la misma que entre ver en el móvil la previsión del tiempo y salir un momento a la calle para respirar el aire y sentir la brisa y el perfume de cada día, que nunca es igual. El habla estimula resortes emocionales que la lectura solitaria no alcanza: la irreversibilidad del momento, la presencia de otras personas, la gesticulación, el sonido, los miles de matices de la voz, las reacciones del grupo. La voz es a la lectura lo que el cuerpo al espíritu: sensual, material, primaria, irrepetible.

Durante la mayor parte de la Historia, la lectura ha sido un acto colectivo, de mayor o menor audiencia, pero grupal. Decirle a un griego clásico que alguien leería a solas algún día a Esquilo o Eurípides hubiera provocado también su carcajada, igual que decirle a un espectador de las primeras proyecciones de Buster Keaton o Chaplin (o a cualquiera antes de la invención del VHS) que hoy se consume cine a solas, con tablet y cascos inalámbricos.

El lenguaje en sí mismo es un hecho social; todo su sentido estriba en la comunicación entre personas. Y ésta es mucho más precisa y enriquecedora en modo presencial, que es el suyo propio y original. La comunicación por medio interpuesto, con ser un gran avance de la civilización, es mucho más ambigua y falible que la presencial, en la que se comprometen personas reales a través de una experiencia común.

La voz de los libros, de Maribel Riaza, (Aguilar, 2024) es una documentada reflexión sobre la lectura de viva voz, en modo colectivo, desde el inicio de los tiempos. Es una campanada de convocatoria a recuperar el hábito de la lectura en voz alta y en compañía. La de nuestros niños a la hora del cuento infantil es de las más necesarias. No solo porque con ella aprendan los infinitos matices de la voz y la gesticulación -modulaciones que son de por sí otro lenguaje-, sino porque solo así pueden realmente interactuar con la historia, preguntando a los padres por los detalles del argumento, las razones del Lobo, las características del bosque, lo que Caperucita lleva en el cesto, y cómo es posible que la Abuela se deje engañar y comer por alguien tan aborrecible. Es obligada la relectura de Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas, de Bruno Bettelheim (de 1975, con estupenda traducción de Silvia Furió publicada por Grijalbo en 1994) para refrendar lo dicho por Platón: un libro, por sí solo, sin nadie que lo defienda -es decir, que le dé voz, que responda por lo que dice- es un simple objeto. La repulsión instintiva que todos sentimos al ver a niños de dos o tres años interactuando a solas con dispositivos digitales es reveladora.

No hay que ser radicales: la lectura solitaria es mejor que la mal acompañada. No hay que menospreciar los océanos de placer mental que los libros ponen a disposición del navegante solitario, ni su función de custodia y traslado de lo mejor del pensamiento y la fantasía, en modo germinal hasta que una voz -interior, quizás, o a lo mejor en público- como lluvia les hace revivir y desplegar su código genético de formas, perfumes y frutos.

Pero sí: es necesario volver a leer en voz alta. De hecho, ya lo estamos haciendo, cada vez con más frecuencia, en clubes de lectura, talleres de escritura, encuentros y librerías con barra de vinos y máquina de café. Es una buena tendencia. La conversación diaria no debe limitarse a pelearnos por la polarización del día.

El libro de Maribel Riaza ayuda a comprender mejor la literatura y sus circunstancias. Se entiende mejor a Dickens, por ejemplo, conociendo su pasión por las lecturas públicas de sus trabajos, a las que entregó literalmente su vida, y que hicieron de él -como de Dylan Thomas, o Edgar Allan Poe- una suerte de rockstar de su tiempo; sus actuaciones eran auténticos fenómenos sociales. Y no hace tanto tiempo de eso. Hoy en día, algunos actores destacados, como Roberto Benigni en Italia y Rafael Álvarez el Brujo en España, mantienen viva la llama de un espectáculo que consiste únicamente en una persona que habla y cientos que escuchan. Yo estuve en el recital de la Divina Comedia de Benigni en los jardines de Sabatini, hace unos cuantos años, y puedo asegurar que jamás he sentido un silencio tan intenso, rodeado de tanta gente, como en aquella ocasión. Nadie movía un músculo, por miedo de producir un impertinente sonido que distrajera mínimamente del prodigio que Benigni estaba ejecutando sobre el escenario, tan solo con su voz, su entonación y su memoria.

También contiene muchísimas anécdotas sobre lectura y palabra, como la de San Agustín, en el siglo IV, sorprendiéndose al ver que San Ambrosio no articulaba palabra alguna con un libro en las manos, sino que simplemente paseaba su mirada de un renglón a otro. No quiero hacer spoilers, pero no me resisto a citar, por último, esta frase de Sor Juana Inés de la Cruz, encabezando una misiva escrita: “Óyeme con los ojos, ya que están tan distantes los oídos” (p. 146). A falta de contacto directo, buenas son las cartas, pero si fuera posible lo primero…

(Por cierto, si buscas espacio para lecturas en grupo, talleres literarios o encuentros alrededor del libro, mira lo que ofrece Reportarte).

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