Kadath, obra maestra de la onironáutica
Según se deduce de su correspondencia, Lovecraft no apreciaba especialmente La búsqueda en sueños de la ignota Kadath, uno de los textos más largos que produjo, junto a El caso de Charles Dexter Ward, En las montañas de la locura y El horror de Dunwich.
Lovecraft finalizó Kadath en enero de 1927, el mismo año en el que terminó Dexter Ward. Según Javier Calvo, editor de las Cartas de HPL (Madrid, Editorial Aristas Martínez, 2023), Kadath supone el canto de cisne y la despedida de Lovecraft del “género onírico”, para dar paso a un estilo mucho más “realista” -si es que tiene sentido hablar de realismo cuando nos referimos a Lovecraft. Dexter Ward es una narración casi policiaca, en la que lo desconocido está permanentemente arañando con sus sucias y renegridas zarpas la superficie del vidrio cotidiano, pero hay una cotidianeidad, un mundo despierto, una sucesión cronológica de acontecimientos enlazados, a modo casi casi de sumario judicial o reconstrucción policial de los hechos.
¿Pueden los territorios oníricos -subjetivos por naturaleza- tener una cartografía objetiva, una mitología colectiva? Ese es el gran hallazgo de Lovecraft en Kadath.
Randolph Carter busca en sueños la mítica ciudad de Kadath. Para llegar a ella atraviesa océanos, escala cumbres, sufre secuestros a manos de abominables engendros, casi se hiela de frío, cae rebotando por abismos más profundos que cualquier agujero negro galáctico, y cosas aún peores. Permitidme subrayar la cursiva anterior: en sueños. (In dreams, como diría el Orbison de Lynch…) Es la obra fundacional (en lo literario) de la onironáutica, disciplina que cuenta con no pocos seguidores en todo el mundo, y que asegura que se puede aprender a dominar la experiencia del sueño, aumentando su intensidad y el grado de control que la voluntad del soñador puede ejercer en cada momento.
En todo momento el lector es consciente de que Carter está soñando: todo lo que ve, lo que oye, siente y sufre, ocurre en sueños. Hay momentos en los que incluso se plantea la posibilidad de despertar:
“Sin embargo, el explorador no siguió este itinerario […]; tenía pocas ganas de despertar, no fuera a olvidar todo lo que había aprendido en este sueño; sería desastroso para su empresa olvidar los rostros celestiales y augustos de aquellos marineros del norte…» (p. 175 de la traducción publicada por Alianza Editorial, Libro de Bolsillo núm. 306, con traducción de Francisco Torres Oliver y bajo el curioso título de “En busca de la ciudad del sol poniente”).
Nada detiene su impulso. Carter quiere ver Kadath, llegar a ella, contemplar sus torres de ónice, a las que nunca humano alguno, ni en sueños ni en vigilia, ha llegado; y contra la voluntad de los Dioses Mayores, que probablemente castiguen su osadía entregándole a Nyarlathotep, el caos reptante, quien hará de él un títere de torturas durante la eternidad insondable.
El empeño de Carter es casi deportivo, muy similar a la obsesión que llevó a Schackleton, Scott y Amundsen a la conquista del Polo Sur. Lo consiguió el último de ellos en 1911, aunque pocas semanas antes que su competidor Scott, que falleció con toda su expedición en el viaje de vuelta. El mismo empeño que llevaba a estos exploradores a soportar sufrimientos extremos -no, lo siguiente, ver sus dedos y miembros progresivamente congelados, saber que la Antártida sería su tumba, y todo por alcanzar un simple punto geográfico- es el que lleva a Randolph Carter a querer alcanzar Kadath. Ciudad que, por cierto, se encuentra según la leyenda en algún punto de una “fría inmensidad” que bien pudiera ser la propia Antártida. El mismo continente blanco y hostil donde se ubicarán, después, Las montañas de la locura.
La búsqueda en sueños de la ignota Kadath no es un relato de terror; está mejor clasificado en el género de la fantasía, y su lectura evoca constantemente El Señor de los Anillos, de Tolkien. A pesar de haber sido terminado en 1927, Kadath no llegó a la imprenta hasta 1942, gracias a los esfuerzos de August Derleth y su editorial Arkham House, a quien nunca habrá tinta digital bastante para agradecer todo lo que ha hecho por la divulgación de la obra de Lovecraft y otros muchos autores de primera magnitud en el género fantástico. El Señor de los Anillos fue publicado en 1954, aunque por entonces el universo de Tolkien ya debía llevar bastantes años formado, pues El Hobbit se publicó en 1937.
No cabe, por tanto, hablar de influencia directa de Lovecraft sobre Tolkien, sino de coincidencia de mundos referenciados: paisajes hermosos, valles siniestros, minas sin fondo, desiertos de fango, bosques inquietantes y aldeas y puertos de comercio inmemoriales, todos ellos habitados por criaturas a cual más caprichosa, extraña y a veces nauseabunda. También coinciden ambas obras en su trama matriz: la búsqueda de un propósito que debe alcanzarse a cualquier precio y con sacrificio de la propia vida, en caso necesario. Pero aquí se acaban las coincidencias. Resulta mucho más divertido hablar de diferencias.
La primera, y enorme, es la orientación moral de cada cual. Tolkien, escritor de hondas creencias cristianas, plantea una lucha apocalíptica entre el bien y el mal, encarnado el primero por los simpáticos hobbits y sus apoyos (elfos, enanos, Gandalf, el rey Aragorn, etc.) y el segundo por el ojete de Sauron y su farragosa cuadrilla de orcos, brujos vendidos y traidores en general. Pero en La búsqueda en sueños no hay ningún tipo de planteamiento moral. Carter quiere llegar a Kadath, y punto. Es un reto personal, la realización de un sueño. En el trabajo de ayudarle o impedírselo, las fuerzas y criaturas del mundo de los sueños se limitarán a seguir su propia naturaleza, sin que esto signifique que sean buenos o malos. A ver, unos caen mejor y otros peor, claro, ya que al fin y al cabo Carter es el bueno (aquel con quien nos identificamos), pero la aventura no se plantea como una guerra mundial del bien contra mal, sino como el puro y simple capricho de un aventurero onírico al que se le ha metido entre ceja y ceja llegar a una ciudad ignota, porque sí, porque él lo vale y ella también.
A pesar de su carácter onírico el mundo de los sueños de Randolph Carter tiene una cartografía, una historia, personajes, tradiciones, leyendas y misterios que no tienen nada que envidiar al Libro de las Maravillas de Marco Polo o a los relatos fantásticos de Luciano, Rabelais, Voltaire, Crusoe o el barón de Münchhausen. Es, desde luego, mucho más preciso y estable que las fabulosas visiones opiáceas de Thomas de Quincey, que no pasan de ser bonitas postales al lado del cosmos carteriano, en el que todo está en su sitio desde hace miles de millones de años, y por muy soñado que sea disfruta de una solidez que ya quisieran muchos imperios de la historia real de la humanidad. Abundan en el texto las referencias impersonales que nos convencen de que, a pesar de ser soñado, el mundo interior de Carter tiene una cartografía objetiva y una historia fidedigna, incluso con independencia del sueño. Es un territorio con entidad propia. Sí, se accede a él por la Puerta de los Sueños, pero es el mismo para todos los soñadores que se aventuran. La diferencia es que la mayoría permanece en sus primeras y seguras estancias, mientras que Randolph Carter avanza como un soñador vigoroso, tan decidido e inquebrantable como los antedichos exploradores antárticos:
“Había un acceso [a la cumbre de la montaña Ngranek] y Carter lo vio justo a tiempo. Solo un soñador auténticamente experto podía haberse valido de aquellos asideros imperceptibles, pero a Carter le fueron suficientes”. (p. 117).
“Y justo al cerrar la noche llegó a la puerta sur, donde fue detenido por un centinela vestido de rojo, a quien tuvo que contar tres sueños inverosímiles para demostrarle que era un soñador digno de caminar por las misteriosas calles de Thran y de visitar los bazares donde se vendían los géneros traídos por suntuosos galones”. (p. 137).
En la primera de las citas, la referencia alpinista es obvia; en la segunda nos damos cuenta de que los sueños funcionan también como contraseñas para acceder a zonas prohibidas de su propio territorio.
Este carácter descaradamente onírico de La búsqueda en sueños de la ignota Kadath hace de ella, paradójicamente, un texto mucho más creíble que El Señor de los Anillos. Tokien nos impone la fantasía; debemos tener fe en su palabra; es propio de un escritor religioso comportarse así. Pero Lovecraft simplemente nos cuenta un sueño, un largo y complejísimo sueño revivido con una memoria y una precisión solo comparable con el ansia del soñador por llegar a ver los muros y las torres de Kadath, la ciudad de los Dioses Mayores.
El mundo onírico de Carter adquiere consistencia propia gracias a las frecuentes referencias a datos objetivos:
“Se dice que unos pasadizos subterráneos comunican tales recintos con el templo, (…), y corre el rumor de que hay unas escaleras de ónice que descienden a unas profundidades cuyos misterios no se han desvelado jamás. Y hay incluso quienes insinúan que esos sacerdotes encapuchados no son seres humanos”.
¿Quién dice, quién rumorea o insinúa? El uso medido de este recurso permite a Lovecraft consolidar la impresión de que el mundo onírico de Randolph Carter tiene existencia objetiva con independencia del soñador. Una impresión reforzada por la minuciosidad en las descripciones geográficas o zoológicas:
“Los hombres de Hlanith son, de todos los habitantes de las regiones soñadas, los más parecidos a la humanidad del mundo vigil”.
“Aunque los [monstruos] lívidos no pueden vivir bajo una luz verdadera, pueden, sin embargo, soportar durante algunas horas la penumbra crepuscular de los abismos”.
“A pesar de que [los zoogs] se alimentan de hongos, se dice que también les atrae la carne, tanto la física como la espiritual”.
Todo esto termina por dar a La búsqueda en sueños… un entrañable y certero aire de videojuego: el universo soñado tiene existencia propia y el sueño es solo un conjuro para entrar y moverse en él, de la misma forma que los personajes de Black Mirror enganchados a la realidad virtual se conectan el inductor en la sien, y al pronunciar la palabra mágica (“start game”) saltan de uno a u otro mundo. Algunos pasajes que refuerzan esta sensación:
“Si bien los gugos no se atreven a levantar la losa de piedra del bosque por miedo a la maldición de los Grandes Dioses, tal maldición no afecta para nada a la torre y a la escalera, de manera que los lívidos que tratan de refugiarse allí suelen ser cazados por los gugos, aunque lleguen al último tramo de la escalera”.
¿A que parecen instrucciones de videogame? Pero esto está escrito entre 1926 y 1927, cuando ni siquiera había televisión.
Otra característica del mundo soñado de Randolph Carter lo aproxima incluso al metaverso, invento muy posterior al gaming. Se trata de la posibilidad de encontrar en él a personas a las que se conoce en el mundo despierto, pero que allí tienen otras identidades. Es el caso de Kuranes, rey de Ooth-Nagai, y único mortal que había estado “más allá de las estrellas, en el vacío final, y se decía que era el único que había regresado de semejante viaje en su sano juicio” (p. 144).
Kuranes, en el mundo vigil -es decir, en la fantasía despierta de Randolph Carter- fue probablemente Harley Warren, compañero de expediciones funerarias de Carter, desaparecido en una cripta de un cementerio cercano a Gainsville, como se relata en La declaración de Randolph Carter, el breve texto que inaugura el ciclo. (Por cierto, Warren entró en la cripta provisto de un “equipo telefónico portátil” (p. 26), lo cual amplía aún más el repertorio de anticipaciones tecnológicas de Lovecraft. Pero volvamos al metaverso).
Carter y Kuranes, rey de Ooth-Nagai, mantienen una cordial conversación, en la que el segundo intenta disuadir al primero de proseguir su búsqueda de la ignota Kadath. Lo curioso es que su argumento principal no son los innumerables peligros que amenazarán su vida, sino la premonición de que, aunque logre su propósito, este se volverá finalmente trivial y anodino. Lo dice Kuranes por experiencia propia:
“Pues aunque Kuranes era monarca del País de los Sueños, y suyas eran todas las imaginables pompas y maravillas y toda la esplendorosa magnificencia de los sueños, y aunque disponía a voluntad de todos los éxtasis y delicias, de las novedades y los incentivos más rebuscados y exóticos, de buena gana habría renunciado para siempre a todo este fausto y poderío con tal de volver a ser, por un día tan solo, un muchacho de aquella Inglaterra pura y tranquila, de aquella antigua y amada Inglaterra que había modelado su alma y de la cual siempre formaría parte. (…) Él daría todo este reino por volver a escuchar el lejano repicar de las campanas de Cornualles; y los mil almenares de Celephais a cambio de los tejados picudos y familiares del pueblecito cercano a su casa natal”.
Es sin duda este uno de los pasajes más conmovedores de Kadath, y una de sus claves: todo lo que anhelamos en la vida, todo lo que perseguimos y los sueños que consideramos objetivo último de nuestras vidas, acaban palideciendo frente a uno solo de los más sencillos recuerdos de la felicidad infantil.
Y es que, en efecto, La búsqueda en sueños de la ignota Kadath podría calificarse también como cuento infantil.
Su premisa básica -los sueños, sueños son- es compatible con la credibilidad infantil, y una salvaguarda frente a los terrores -seres abominables, peligros mugrientos, malvados entes que trafican con soñadores…- que pueblan las páginas. Es muy buen cuento para leer un par de páginas o párrafos cada noche y dejar que el niño o la niña acompañen a Randolph Carter en sus aventuras oníricas. Desde luego, les dará ganas de dormir, para unirse a él y ayudarle en su búsqueda, y les enseñará la importancia que la imaginación tiene para la vida de una persona feliz.
Hay en La búsqueda pasajes de una belleza plástica inenarrables. Por ejemplo, el paso del buque que transporta a Carter hacia Ngranek por encima de una ciudad sumergida:
“El barco iba a pasar por encima de los muros cubiertos de algas y de las columnas truncadas de una ciudad sumergida, tan antigua que no quedaba de ella recuerdo alguno. Cuando el agua estaba clara, podía verse una infinidad de sombras inquietas moviéndose por los fondos de aquel lugar (…) Aquella noche tuvieron una luna muy brillante, y se podía ver a una considerable profundidad bajo el agua. (…) Los delfines salían y entraban alegremente por las ruinas, y las marsopas aparecían torpemente por todas partes, subiendo a veces hasta la superficie e incluso saltando fuera del agua. Al avanzar un poco más el barco, el piso del océano se elevó formando cerros, haciéndose más visibles los contornos de antiguas calles empinadas y las paredes derruidas de muchas casas”.
O toda la secuencia de la intervención del ejército de gatos amistosos que salva a Carter de su secuestro en la cara oculta de la luna, a punto de ser entregado a Nyarlathotep, el caos reptante. Gracias a los gatos -que llegan a la luna, como todo el mundo sabe, saltando desde los tejados municipales- Carter se libra de una buena. Simplemente por tenerles simpatía y por haber servido un plato de rica leche a uno de ellos que fue a visitarle en la pensión donde se alojaba en Ulthar.
En fin: fantasía, mundos oníricos, telefonía móvil, videojuegos y metaverso: La búsqueda en sueños de la ignota Kadath es una maravilla literaria para degustar en sorbos breves, de noche, contándonos a nosotros mismos el cuento que nos hará soñar sueños intensos, atemorizadores a veces, como la vida misma, pero hermosos a más no poder, y finalmente felices.
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