Creo que no descubro ningún mediterráneo si digo que los años 1960-70 (junto con los 1920s) fueron extraordinarios en la productividad cultural de occidente. La verdad es que desde 1859, fecha de publicación de Las flores del mal, de Baudelaire, hasta 2017, cuando vio la luz la segunda temporada de Twin Peaks, han pasado muchas cosas extraordinarias en los dominios artísticos y culturales.

Muchas de ellas están ligadas a la exploración de nuevas zonas de la consciencia y la mente, con apoyo de sustancias estimulantes -el haschís parisino de Dubenpré; el absenta también francés del cambio de siglo; el omnipresente whisky americano; y desde 1950 la explosión de sustancias alucinógenas cuyo mayor exponente es el LSD.

Rimbaud dixit: el arte se encuentra mediante la búsqueda “de lo desconocido a través del desarreglo [déreglement en el original, traducible también por subversión o liberación] de todos los sentidos”. No es que yo sea muy fan de citar como autoridad al niño poeta Arthur -de cuya obra no entiendo nada, ni aún con todos mis sentidos esparcidos por el suelo- pero la frase es reveladora de un estado cultural determinado.

La razón había agotado sus recursos, al menos para aquellos impacientes deseosos del éxito rápido. Había, pues que deconstruirla, y reinterpretar el mundo y sus estímulos a la luz de unos sentidos y un sistema nervioso convenientemente transtornado. Un plan dudoso, pero plan al fin y al cabo. Garantizaba resultados novedosos, y en una incipiente sociedad consumista decimonónica en la que el imperio de “lo nuevo” comenzaba su andadura esta garantía era más que suficiente.

No voy a ser yo quien valore los éxitos o fracasos de tantos y tantos millones de artistas embarcados en la nave del misterio hacia nuevas experiencias. Sin duda algunos de ellos consiguieron resultados muy interesantes, aunque los de Kafka y Lovecraft -de legendaria sobriedad personal- tampoco sean desdeñables. Quizás algún día se revele que Bukowsky era abstemio, y esta noticia conmocione a los filólogos tanto como la de la muerte de Carlos Castaneda por cáncer de hígado y no por combustión espontánea.

Recomiendo encarecidamente la lectura de Sueños de Ácido: Historia social del LSD, de Martin Leey Bruce Shlain, para tener una perspectiva aérea de toda la grandeza y miserias del movimiento beat con epicentro en la costa oeste norteamericana de los 60-70, y muy especialmente en Los Ángeles y San Francisco. Magníficamente documentado, el libro retrata las peripecias personales de los Timothy Leary, Dr. Feelgood, Allan Ginsberg y decenas de secundarios no por menos famosos menos significativos y sorprendentes. Todos ellos apadrinados por un Aldous Huxley que, con Las puertas de la percepción, abrió la veda de una comprensión general del mundo (no solo de lo artístico) tal como se ve renunciando a los esquemas perceptivos inoculados por la tradición cultural.

Hubo un momento, en la década de 1960, en el que realmente la humanidad tuvo una oportunidad de cambio radical. “Si Kennedy y Krushev tomaran LSD juntos, el mundo viviría en paz”, dijo Leary (¿o fue Kerouac, o Ginsberg?). En aquellos años de marihuana y psicodelia, las aspiraciones de la vanguardia cultural fueron mucho más pacíficas que nunca antes en la historia. Incluso los neonazis Ángeles del Infierno fueron abducidos para la causa del Peace & Love & Flower Power, como cuenta el libro de Lee y Shlain. Se estableció un inmenso puente entre occidente y oriente -entre California e India, para ser más precisos. Las aspiraciones alucinógenas y pacifistas de los hippies hallaron en la religión del kharma, y en lo más auténtico del budismo e hinduismo, un precedente reconfortante. Así, era posible llegar a los mismos destinos de plenitud espiritual y paz interior sin pagar los pasajes de LSD, peyote o MDMA que empezaban a circular adulterados por Haight Ashbury. Hoy en día, cuando las sustancias alucinógenas cotidianas de los años 60 son inencontrables, los seminarios de yoga, meditación y mindfulness proliferan y prestan buenos servicios a la comunidad (también hay timadores, claro, pero como en todo). La conexión Frisco-Delhi fue de lo más fructífero de aquellos años maravillosos, y su vigencia hoy es patente. No es extraño, ya que probablemente el hinduismo es la aproximación religiosa al misterio de la vida más ecuánime y acertada, y a la vez la onda californiana de los 60 fue de lo mejor, en términos de ética, generosidad y audacia, que ha producido la civilización occidental después del Humanismo.

Valga todo este largo preliminar para sustentar el argumento principal de estas notas: la excelencia universal de George Harrison y la admiración que suscita su perfecta comprensión de lo esencial y lo mejor de ambos mundos: el del kharma y el del tripi.

Mi amigo José María Mejorada es mucho mejor Harrisonólogo que yo, y quiero dejarle a él -si quiere completar y mejorar estas líneas- aportar detalles interesantes sobre la peripecia vital de George. Como buen ignorante, yo me limitaré a destacar los puntos que me llaman más la atención.

El primero de ellos es lo calladito que estaba George hasta la disolución de los Beatles. Cierto es que temazos como Here comes the sun o While my guitar gently weeps hacían presagiar un genio encarcelado, pero lo que ocurrió tras la ruptura del grupo fue mucho mejor. A quienes dicen que hay que lamentar el rol de Yoko Ono por romper la formación yo les digo: al contrario, hay que felicitarla. Da pánico pensar que la música que Harrison liberó a partir de 1970 hubiera permanecido oculta bajo la espesa capa de silencio creativo que flota sobre el álbum Doble Blanco. También hay que agradecer a la ruptura los tres mejores álbumes de Paul: el de las cerezas, Ram, y Wild Life. Tres obras maestras que se seguirán escuchando por los siglos de los siglos, amén.

Conocí a Yoko en una exposición del Guggenheim Bilbao en 2014. Me pareció alegre, divertida, rompedora. Mi rol en aquel momento no era el apropiado para comentarle lo mucho que le agradecía haber contribuido a la solución del atasco, pero creo que logré transmitírselo por telepatía, y sonrió al recibir el mensaje.

Llegamos al final del argumento: las canciones. La obra, el legado. A partir de 1970, Harrison publicó algunas de las canciones más hondamente conmovedoras del siglo XX. A mí me impactan especialmente The Light that has lighted the World, Isn’t It a Pity, Give me Love, y sobre todo Who can see it, All things must pass, That is All y The art of dying. Lo estremecedor es que la temática del ser y el no ser, la propia muerte y la irrelevancia de la vanidad humana se cantan con alegría, desenfado y precisión.

George siempre supo afrontar la adversidad con elegancia. Cuando Clapton se lio con su mujer, lo aceptó y mantuvo una sólida amistad con ambos, hasta el final de sus días. Nada que ver con Lennon, que se ponía hecho un basilisco simplemente porque le pidieran un autógrafo.

Os propongo un buen plan de domingo: conectar Spotify y escuchar una vez más el triple álbum All things must pass (de 1970) y el LP Living in a material world (de 1973). Seguro que el mensaje fundamental de Harrison os acaba llegando, igual que el Bhagavad Gita, con toda intensidad a través de las décadas. Se recomienda la escucha con las letras en la mano. All things must pass, pero mientras tanto disfrutemos de la buena música.

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