¿Eres supersticioso?
Recientemente, en una cena de trabajo la chica que tenía al lado (a mi derecha, para ser preciso) -una profesional atractiva, morena, de mediana edad- me ofreció el salero. Los espaguetis de pasta fresca con salsa de parmesano y trufa de temporada que nos habían servido ciertamente estaban sosos, pues los buenos cocineros saben que se puede remediar la falta, pero no el exceso. Así que le tendí la mano, dispuesto a aceptar su ofrecimiento. Entonces hizo un movimiento de cobra de antebrazo, evitando que pudiera coger el pequeño recipiente de vidrio labrado y cabecera de plata contenedor de sal. Lo dejó sobre la mesa, diciendo: “cógelo tú; soy supersticiosa”.
Un tanto extrañado por el quiebro, pero deseoso de mejorar el placer gustativo de mis espaguetis, cogí el salero. Mientras escanciaba los blancos granos, me preguntaba: “¿por qué me habrá ofrecido el salero en la mano, si era supersticiosa? Si quería ser amable, pero creía que la entrega en mano podía desencadenar desgracias, ¿no hubiera sido más sencillo decir te dejo aquí el salero por si quieres?”.
Poco después, escribí a mi erudito de cabecera, preguntándole por el origen de la superstición del salero. A los pocos minutos recibí un completo informe explicando que en épocas antiguas se utilizaba la sal como moneda para pagos en todo tipo de intercambios comerciales, y que a veces ocurría en las transacciones que la entrega en mano se accidentaba desgraciadamente, con el consiguiente desparramo, siendo imposible para los jueces determinar si la caída había sido culpa del comprador o del vendedor. Juiciosamente, mercaderes y clientes dejaban los saquitos de sal sobre los mostradores, bien estabilizados, para evitar pleitos.
Me apuesto diez kilos de sal a que mi comensal (perdón por la rima tonta) de aquella cena no tenía ni idea de la etimología de su comportamiento supersticioso. Simplemente, repetía un esquema ideológico-social. “Ser supersticiosa” era, para ella, (al menos entonces, pues quizás si se encontrara, al salir del restaurante, un billete de quinientos euros debajo de una escalera no dudara en recogerlo) un signo de identidad. Comprobando que yo no conocía -o no practicaba- la superstición del salero, quizás quiso confrontar ese aspecto social de su persona con el mío. Nos habíamos conocido pocas horas antes, y es normal que en estos casos las personas se interesen por las coordenadas mentales respectivas.
Para cualquiera que crea en el kharma, y yo soy una de ellas, es indudable que hay relaciones invisibles entre actos aparentemente inconexos. El efecto mariposa es científicamente irreprochable. Ahora bien, una cosa es creer en estas conexiones reales y otra repetir recetas del pasado sin ton ni son.
El famoso experimento de los monos ilustra de maravilla el origen antropológico de la superstición. Se coloca a diez monos en una sala cerrada (imaginémosla blanca, en homenaje a Kubrick) en el centro de la cual hay una escalera que conduce a un hermoso racimo de plátanos. Cada vez que uno de los monos toca la escalera, un chorro de agua fría cae sobre todos. Obviamente, al poco ninguno se acerca a la escalera. Entonces sacamos de la sala a uno, y lo reemplazamos por otro nuevo, hambriento e inexperto. Lo primero que hará será acercarse a la escalera, atraído por el apetitoso olor del racimo, que ya va madurando. Pero entonces los demás se echan sobre él, le machacan, y le impiden hacer nada. Aunque el nuevo no entiende la razón, acepta el castigo -qué remedio. Progresivamente, vamos sacando a todos los monos originales y reemplazándolos por nuevos, hasta que no queda ninguno de los primitivos. Cada mono nuevo ha vuelto a intentar el aprovisionamiento, con el mismo resultado; ninguno ha conseguido llegar a la escalera, retenido y aporreado por la tribu. Al final, hay diez monos en la sala que no saben por qué no se pueden acercar a la escalera, pero no lo intentan, y si alguno se lo piensa le miran mal.
Explicada así, la superstición casi se ennoblece como una forma de memoria colectiva destinada a evitar males mayores -también habría que ver cuánta hambre son capaces de pasar los monos antes de aceptar duchas frías. El experimento podría proseguir de generación en generación, analizando cómo las más jóvenes desafían a las mayores. Si el investigador es cruel, quizás permitiera, tras varios meses de experimento, que uno de los juniors -más fuerte que los veteranos, y ayudado por otros de su quinta- no solo llegara a la escalera sino también al racimo de plátanos. Los viejos arquearían las cejas; los jóvenes quizás les negarían hasta un bocado en el reparto.
Pero en este experimento hay un dios, un científico que encarna la respuesta del kharma. En nuestras supersticiones cotidianas, ¿quién juega ese papel?
Se diría que una vez conocida la etimología de la superstición todo debería quedar claro entre los comensales. Entonces, hubiera podido decir a mi nueva amiga: “muchas gracias por tu prevención, pero es innecesario dejar el salero en la mesa ”, explicándole a continuación la cosa del saquito de sal como moneda en tiempos romanos, etc. etc. Pero me apuesto un gato negro a que, aún conociendo la etimología, mi comensal rehusaría darme el salero de mano a mano. En ese momento entra en acción una segunda capa de lo supersticioso, en la que lo que importa no es ya la posible consecuencia directa de la desobediencia, sino el hecho mismo de desobedecer. Coger el salero en la mano ya no puede desencadenar un pleito contencioso-mercantil si se derrama un poco, pero puede acarrear imprevisibles males indefinidos -piensa la supersticiosa. El mal, para ella, puede provenir de la desobediencia al ritual, independientemente de la razón o sinrazón del rito.
Yo no niego las infinitas dimensiones del kharma, sus ramificaciones y la múltiple variedad de efectos mariposas capaces de alterar la vida en un momento. Tampoco sé si hay un científico loco capaz de gestionar los resultados de nuestras decisiones desde otra dimensión. Creo que cada persona debe tejer sus propias supersticiones. El empirismo también pasa por comprobar que si cada vez que te levantas con el pie izquierdo te tropiezas y haces polvo el dedo meñique, con lo que duele, harías mejor en cambiar de lado de la cama. O que si cada vez que bebes más de quince cubalibres te peleas con la parienta, hay una relación de causa-efecto. Y se pueden llegar a mayores sutilezas, interpretando el lenguaje de los cuervos, auscultando los vientos o registrando conexiones remotas entre acontecimientos paralelos. Pero me cuesta aceptar que la docilidad a un comportamiento social heredado, del que se ignora la causa, sea una virtud. La próxima vez que alguien me tienda el salero de mano a mano lo cogeré impetuosamente, sin darle tiempo a dejarlo sobre la mesa.
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