El caso Castaneda
En la historia de la literatura, el caso de Carlos Castaneda es bastante peculiar. Partamos de la base de que la convención esencial entre un autor y su público es la veracidad de lo que traslada. Obviamente, el lector puede aceptar una y muchas mentiras verosímiles. Si sólo se pudieran escribir o narrar los hechos probadamente ciertos, no habría literatura. Pero debe quedar claro que la fantasía, por muy verosímil que sea, es eso, fantasía, y la historia otra cosa: una crónica de hechos sobre los que el narrador, a falta de testigos y pruebas fehacientes, pone su honor y su vida como juramento de autenticidad.
El debate es antiquísimo. Admitamos que lo literario nace como la figuración pictórica: narrando hechos para conservarlos en la memoria. Hasta ahí, todo bien. El problema empieza al descubrir que la memoria retiene mejor las experiencias intensas que las simplemente ciertas pero anodinas. Entonces, el poeta comienza a exagerar: el tamaño de las hazañas de los héroes –desde Hércules hasta Rostam, pasando por la familia Bahrata– se multiplica por mil; el número de enemigos que aniquilan de un solo mazazo, por millones; su capacidad de ingesta de vino y lanzamiento de peso, por trillones. El público se da cuenta de que son exageraciones, pero les divierten, y eso hace que retengan mejor la historia, y además permite al narrador vender más entradas para el show (supongamos que en este estadio la acción transcurre en plazas públicas de Atenas, Korasán o Bagdad).
Hay un momento en que el narrador siente la tentación de dar un salto cualitativo: de lo exagerado quiere pasar a lo increíble. Y entonces el héroe echa a volar, alcanza la luna, viaja en el tiempo, habla con los árboles o hace separarse las aguas del Mar Rojo con un bastonazo en la orilla. Aquí el público alza las cejas, sorprendido. Algunos (pocos) abuchean, pero la mayoría sonríe, porque admite que -reconociendo la falsedad del hecho en sí- la historia engancha, y el placer mental que procura la escucha es mayor que el rechazo provocado por la consciencia de la falsedad. Si non e vero, e ben trovato. Supermán vuela, Aladino hace tratos con un genio y Orfeo desciende a los infiernos en busca de su amada Eurídice. Técnicamente hablando, no es historia, pero es una bonita historia.
Siempre ha habido territorios fronterizos entre lo fantástico y lo probado; por ejemplo, en la literatura de viajes, cuando el mundo dependía para su descripción de audaces argonautas que narraban cosas extraordinarias y maravillosas de sus viajes, y siempre podían defenderse de la acusación de mentirosos diciendo “¡ah! Pero tú no has estado allí, y yo sí”. Y hay que callarse.
Decía que el debate es antiquísimo, y la obra de Luciano de Samóstata lo prueba: es quizás el primer caso de narrador que -consciente e intencionadamente- declara que su historia es pura invención, pura mentira, y aún así consigue atraparnos en las redes de sus páginas para hacernos pasar un rato estupendo de lectura o escucha.
Mención aparte, como casi siempre, merece Cervantes. En el Quijote no hay ni un solo hecho inverosímil, ni siquiera imposible, aunque sí muchos improbables. Todo depende de la convicción y las perspectivas, de la fe interior de cada cual y de lo bien armada que esté la tramoya para sostener las fantasías de cada cual.
Estoy haciendo un preliminar muy largo; lo sé. Pero creo que necesario. Me interesa subrayar la importancia de la convención sobre la fiabilidad de una narración; la convención íntima entre lector y escritor. Cuando la literatura se comunicaba masivamente en espacios públicos, la credibilidad era cuestión democrática, en el mejor sentido de la palabra. Pero desde que la lectura es una actividad solitaria, un diálogo ficticio entre alguien repantingado en un sofá, tumbado en una toalla playera o agarrado a una barra de transporte público, y un narrador que poco más nos dice que su nombre impreso en la portada, es otra cosa. Entonces la fiabilidad se transforma en cuestión de fe, y es el lector el que decide si lo que está leyendo es verdad o es simplemente una fantasía narrativa grata y entretenida, incluso plena de significado metafórico.
Un último paréntesis antes de terminar el preámbulo: leed Lunar Park, de Easton Ellis. Es un caso fabuloso de novela sostenida inicialmente sobre la identificación del autor con el narrador, una memoria impostada. Empezamos a leerla porque nos interesa la personalidad pública del escandaloso autor de American Psycho, y poco a poco nos vemos sumergidos en un torbellino de acontecimientos fantásticos cuya profundidad raya lo insondable, y sin embargo seguimos leyendo, y se sigue manteniendo la conexión entre lo biográfico real y el más delirante de los apocalipsis de Halloween. Es una obra maestra. Al finalizar Lunar Park acudimos a internet para encontrar información sobre la veracidad de las circunstancias personales de Easton Ellis, y entonces -sólo entonces- comprendemos que todo ha sido una broma bestial, una inocentada monumental, una narración incomparable, un despliegue poco habitual de talento literario. Y volvemos a comenzar la lectura para descubrir las claves de la tramoya. Pero Easton Ellis nunca aseguró que lo que cuenta en Lunar Park sea cierto; obviamente sonríe en las ruedas de prensa y dice aquello de que “cualquier parecido entre la narración y la realidad es pura coincidencia”. Sabemos, sin lugar a dudas, que estamos ante una novela -maravillosa, desde luego, pero fantástica, en el sentido de irreal.
La publicación en 2018 de La vida secreta de Carlos Castaneda, de Manuel Carballal, supone un hito en la valoración literaria del ciclo sobre magia, desarrollo personal y maravilla del mundo -camino de conocimiento- que se inició en 1968 con la publicación de Las enseñanzas de Don Juan, el primer libro de Castaneda, cuya génesis es de por sí bastante peculiar. Nació como un trabajo universitario; Castaneda era entonces estudiante de antropología en la Universidad de California en San Francisco. Uno de sus profesores había prometido buena nota a quien consiguiera entrevistar a un indígena mexicano para obtener información sobre sus esquemas antropológicos. El episodio está magníficamente narrado en este artículo (Suicidios, mentiras y crueldades, firmado por Beatriz García). Lo que a mí me interesa tiene que ver con lo literario.
¿Ya? Bueno, si aún tenéis curiosidad os recomiendo Sueños de ácido: historia social del LSD: la CIA, los años sesenta y todo lo demás. Es un estudio riguroso y clásico sobre el batiburrillo de sabiduría, delirio, flipadas y subidones que tuvo lugar en los años sesenta, con epicentro en San Francisco y el LSD, sustancia asimilable a la mescalina o peyote castanediano.
El caso es que el estudiante Castaneda presenta Las enseñanzas de Don Juan a su profesor de antropología, y este queda tan absolutamente asombrado por la calidad del texto -dando por hecho que admite que lo que cuenta es verdad– que acaba promocionando la publicación del mismo, con respaldo de la Universidad y en colaboración con otro personaje que merecería estudio aparte, el editor Michael Korda. Así lo cuenta el artículo anteriormente citado:
“Entonces llegó Michael Korda, el cazatalentos de Simon&Schuster, una de las grandes editoriales de Estados Unidos, y lo que parecía la prometedora carrera de un antropólogo con vocación de novelista llamado a convertirse en un Tolkien de su época, se le fue de las manos. De la noche a la mañana pasó de ser un inmigrante peruano buscándose la vida a millonario, y Korda le animó a continuar la saga porque estaba siendo un éxito. Pero en los cuatro primeros libros Castaneda insiste siempre al final que no hay nada más que contar. Y ya no hay vuelta atrás. Mujeres, dinero, fama… Portadas de Rolling Stone. ¿Quién puede resistirse a ser una celebridad?”.
En todo momento la Universidad avala la credibilidad de la narración de Castaneda, a pesar de que éste no presenta ninguna grabación ni prueba documental de sus supuestas entrevistas con el brujo Don Juan. Es más, tras la publicación del tercer libro de la serie, el Viaje a Ixtlán (1973), la UCLA le da título de Doctor, ni más ni menos. Un respaldo académico fenomenal para la credibilidad de una historia que es, sencillamente, una fábula. Fantástica, eso sí, pero irreal. Castaneda se inventó a Don Juan; es producto de su imaginación. Cientos de miles, millones de lectores en todo el mundo creyeron en su existencia, más fácil de asimilar que la de seres fabulosos como los descritos por Marco Polo en su libro de viajes. Pero Don Juan no existió realmente. Es una creación literaria. Magnífica, desde todos los puntos de vista, pero invención.
El negocio también era descomunal: millones de libros vendidos en todo el mundo, con derechos a repartir entre editorial, autor y -supongo- la propia Universidad de California, que hasta la fecha (que yo sepa) no ha retirado el grado de doctor a Castaneda (fallecido en 1998) ni entonado ningún mea culpa por su participación como aval académico e institucional en uno de los fraudes literarios más apabullantes y trascendentales de la historia.
Y aquí estamos llegando ya al punto que yo quería realmente plantear: ¿desmerece su condición de pura falsedad el mérito literario del ciclo de los cuatro primeros volúmenes de Don Juan? Porque lo que sí que es un hecho innegable es que estos libros se pegan a las manos, se leen de corrido, robando horas al sueño, atrapados por su magia y su capacidad de sugerencia. ¿Hasta qué punto la presunción de “hechos científicos probados” o “narración de trabajo de campo académico” es necesaria para disfrutar de Las enseñanzas de Don Juan? ¿Disminuiría el goce lector si en el reverso de la anteportada viéramos antes de leer eso de que “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”, u otra fórmula de descargo ante el posible malentendido? La pregunta es, para mí, esencial al hecho literario. Es, quizás, la más importante de la teoría de la literatura.
Además, hay otra importante: ¿deberíamos cancelar a Castaneda? Ahora que sabemos (pero ¿lo sabemos realmente?) que fue un embaucador, que se hizo multimillonario sobre la base de un engaño ficcional en el que se embarcaron millones de jóvenes lectores de todo el mundo, ¿tendríamos que dejar de leerlo, haríamos bien en tirar sus libros a la basura? La superioridad moral de J. K. Rowlings sobre Castaneda parece clara, ya que Harry Potter ha facilitado a millones de lectores y espectadores muchas horas de goce fantástico, sin que por ello se viera comprometido su sentido de la realidad. Más allá de los disfraces de Halloween y las ferias de comic, nadie duda sobre el carácter fantástico -irreal- de la saga Potter, y eso no menoscaba su disfrute. Pero en el caso de Don Juan diríase que el goce de la lectura estaba condicionado, para muchos, a la admisión irrefutable de la veracidad de los hechos narrados. Ahora que sabemos que no eran tales, ¿debemos quemar el libro, condenar a su autor al olvido? ¿Se puede condenar a un escritor (y a todo el sistema editorial asociado) por conseguir la excelencia como ilusionista, por abusar de la credibilidad colectiva o individual?
Prefiero dejar las preguntas aquí. Al fin y al cabo, la historia de la literatura no la escriben los gobiernos, ni periódicos o redes sociales. La escribe una memoria colectiva mucho más sutil y poderosa, compuesta por millones de conexiones entre memorias individuales libres e imprevisibles. Personalmente -porque supongo que me haréis la pregunta- yo sí creo que los cuatro primeros libros de la serie (aquí en la Wikipedia tenéis más información) se seguirán leyendo pasados los años, sabiendo que son fábulas.
Más información de interés: https://www.elmundo.es/cronica/2018/08/16/5b6de91622601d30598b457d.html
P.S. Y por cierto, el padre de Castaneda era profesor de literatura.
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