Literatura, éxito, calidad, ventas…
Fascinante ejercicio el de enfocar la historia de la literatura a la luz del éxito de las obras. Ha de entenderse el éxito temporal, ya que por definición los títulos y autores que integran la Historia, con mayúsculas, de la Literatura, son aquellos que han sobrevivido a la marea de su propia época, a los malentendidos y circunstancias de su momento. Hay casos flagrantes de autores prácticamente ignorados en vida y ascendidos a lo más alto años después; Franz Kafka puede ser un ejemplo contemporáneo, igual que Van Gogh en pintura. Ninguno de los dos imaginó (¿o sí? ) la amplísima repercusión universal de su obra. De la misma forma, hay autores que alcanzaron en su época el punto cenital del olimpo y la adoración contemporánea, y hoy son totalmente ignorados.
«El éxito es siempre un malentendido», decía Cioran, uno de los autores que -me atrevo a vaticinar- verá su cotización crecer incesablemente a lo largo de los siglos venideros.
Porque de esto va la cosa, y la comparación bursátil no es tan frívola como parece. La literatura -el arte, en general- representa la búsqueda del valor más genuino del alma humana, la piedra filosofal de la sabiduría, la clave secreta de lo que somos. Pero a la vez la difusión de la literatura está sujeta a circunstancias socioeconómicas -impresión, ventas, distribución…- que hacen posible que las más altas cumbres de hallazgos queden ocultas durante siglos, o que cumbres admiradas en un tiempo sean solo montecillos sin importancia con cierta perspectiva.
La crítica literaria es un oficio cuyo objetivo es anticipar, de manera razonada, qué obras de las producidas en cada momento tienen mejores posibilidades de perdurar en el tiempo.
A su vez, la crítica está contaminada por la industria, por los intereses económicos de los grupos editoriales, por la circunstancia… El siglo actúa como agente embarullador de las cosas, pero esa es su función, y eso hace que la inteligencia goce más cuando descubre, finalmente, la verdad.
El libro de David Viñas Código Best-seller (Editorial Ariel Letras) retrata magníficamente el debate cultural existente desde hace ya décadas entre los defensores de la literatura «de calidad» -críticos, universitarios, académicos- y los que simplemente alaban y disfrutan la literatura «de éxito»: best-sellers, libros que constituyen comunidades, de los que se puede hablar con cualquiera, que agregan identidades y facilitan relaciones.
El punto más relevante es el que tiene que ver con la jerarquía del conocimiento cultural. ¿Por qué tienen derecho unos críticos, por muy documentados que estén, a sentar cátedra sobre la bondad o la calidad literaria? ¿No debería ser el público lector -a través de su acto devocional de compra o lectura- el que establezca quién es buen escritor, qué libros merecen ser leídos? Si los críticos saben tanto, ¿no deberían probarlo escribiendo superventas y ganando mucho más dinero que con su salario periodístico? Es lo mismo que pasa con los coaches y los gurús, o los libros de autoayuda Cómo hacerte millonario en seis semanas. Si alguien supera cómo se hace esto, ¿de verdad creemos que se dedicaría a escribir un libro, con lo que cuesta, en lugar de a aplicarse el cuento?
No quiero hacer spoiler del libro de Viñas. Es muy recomendable, y eso que aún no lo he terminado. Lo que sí quiero es introducir una reflexión adicional sobre la calidad literaria.
De manera general, parece que los best-sellers convencionales privilegian el argumento sobre la forma; dan más importancia a la trama que a la manera de contar las historias. Se diría que el santo patrón de los superventas es Conan Doyle, y su santa patrona Agatha Christie, y que su lema máximo es: ¿Quién es el asesino? Cifran por tanto su atractivo en el enigma argumental, en la intriga -un recurso retórico indiscutible.
Pero hay otra literatura para la que la intriga no es lo fundamental, y el interés de la historia se debe cifrar en el saboreo instantáneo y el goce total de cada momento de la narración, independientemente de a donde conduzca. Los autores de esta cuerda experimentan, y se aplican a la creación con un enfoque cuasi gastronómico; no les importa el valor nutritivo -significado- de sus textos, sino el sabor -el ritmo, la forma, las resonancias.
Reconduzcamos el debate. Toda literatura, toda frase, todo acto vital incluso, es esencialmente narrativo, ya que todo lo que somos y hacemos ocurre en perspectiva temporal. El antes y después es la base sobre la que se cimenta cualquier narración, desde un cuento infantil hasta En busca del tiempo perdido. Quizás la poesía -como la fotografía- alude a un instante separado del devenir de las cosas; su objetivo no es tanto entretenernos con una narración como deslumbrarnos con un relámpago. Pero sigue necesitando lo narrativo: las Coplas de Jorge Manrique solo se entienden porque su padre, que antes estaba vivo, se murió. Quizás las de Marinero en Tierra -auténticas acuarelas de luz instantánea- sean las que más se aproximan a una detención del tiempo, un portentoso acto de equilibrismo en la cuerda del antes y el después. Es lo que tiene la costa de Cádiz.
Pero la prosa es, por naturaleza, narrativa. Este mismo artículo debería conducir a algo; seguro que estáis esperando la conclusión. Tesis, antítesis y síntesis. Argumentos, lógica, teorías.
El imperativo temporal afecta a la esencia misma del lenguaje. Incluso un simple adjetivo -una paloma blanca- implica la resonancia de que antes hemos visto palomas grises. Aún más: el propio sustantivo aislado, paloma, implica que antes no había nada en su lugar. La temporalidad es inevitable; es el principio euclidiano del discurso.
Reivindico, en estos tiempos de postverdad y física cuántica, la lógica aristotélica: una cosa no puede ser ella misma y su contraria a la vez. Me repugnan, y a la vez me hacen reír, titulares periodísticos del tipo «No se puede demostrar que la luna siga ahí cuando nadie la mira». Son ganas de complicar las cosas. Claro que la luna seguirá ahí cuando nadie la mire. Da la impresión de que la física cuántica ha entrado en el mismo carril sinsentido que los sofistas griegos, cuando decían que Aquiles nunca alcanzaría a la tortuga si esta empezaba la carrera con una mínima ventaja. Por favor. En efecto, puede compararse a Heisenberg con Gorgias.
Rimbaud ha hecho mucho daño. El desorden de los sentidos no debe confundirse con el mental. No hay juego sin reglas: siempre debe haber un antes y un después, un aquí y allá, un yo y un tú. Vale que autores como García Márquez se atrevan a saltar del tú al yo, y viceversa, en algunos pasajes de El otoño del patriarca, pero es un juego, se comprende porque es un juego.
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