Hay quienes defienden que la ciencia solo es tal si se manifiesta a través de revistas como Science o The Lancet, o emana de los círculos consagrados por las universidades. Como si el pensamiento racional fuera un monopolio corporativo. Es una actitud que se ha repetido a lo largo de los siglos y que constituye la esencia de lo conservador.

En el Siglo de las Luces los mejores pensadores y científicos tuvieron que buscar en las Academias el acogimiento y apoyo que las universidades -bastiones de un saber anquilosado, dogmático y cerril- les negaban. Antes, las propias universidades habían nacido, allá por los siglos XII y XIII, como respuesta social a una necesidad de liberalizar un conocimiento monopolizado por estamentos eclesiásticos aparentemente inamovibles. Es así: todo grupo social aupado a la posición de detentor de sabiduría tenderá a encastillarla, para prolongar sus privilegios. Es la historia de las castas sacerdotales desde que el mundo es mundo, agravada por los intereses económicos desde que en el mundo hay dinero y la posición social conlleva beneficios confortables. Resulta doloroso comprobar como algunos que se reclamaban liberales hace pocos años se alinean hoy incondicionalmente junto a los dogmas universitarios y oficiales, y en esta alineación radica la clave de muchas de las intransigencias que están tensionando tontamente nuestro día a día. El librepensador es hoy más necesario que nunca.

Este mismo argumento se aplica hoy a las ciencias sociales, y a las ideologías individuales y colectivas. Los poderes públicos predican el alineamiento, y no la crítica. El antiguo dogma es hoy pensamiento único, y lo peor es que mucha gente se adhiere a él creyendo que así, verdaderamente, hace un favor a su país, sus vecinos y su tiempo. La disidencia razonable se equipara al negacionismo fanático. Los librepensadores de antaño se han transformado, sin darse cuenta, e incluso por buena voluntad, en férreos censores, igual que los primeros cristianos -mártires- se transformaron en inquisidores -verdugos-, solo que en menos tiempo.

La luz de la noche. Los grandes mitos en la historia del mundo, de Pietro Citati (Ed. Acantilado, traducción de Juan Díaz de Atauri) es un libro muy recomendable y entretenido. Su autor fue durante muchos años crítico literario del diario italiano La Repubblica. Discípulo de Italo Calvino y amigo de Pier Paolo Pasolini, acumuló en su vida (que terminó en julio de 2022 a la edad de 92 años) un gran caudal de lecturas y una erudición notable, aunque -y en esto radica justamente su interés- completamente outsider a los círculos universitarios.

Por eso el título de este post y la referencia a la metafilología. La cultura de Citati solo es comparable a su apasionamiento lector: cuando una obra le parece importante, no ahorra superlativos y calificativos, que no son otra cosa que pasión personal, la cual por cierto logra transmitir, motivando al interés por la mayoría de los autores y libros sobre los que escribe.

La luz de la noche recorre la historia de la literatura desde Homero al siglo XVIII, enfocando en autores y obras trascendentales: Apuleyo, San Agustín, Bocaccio, Las Mil y Una Noches, Nizami… Es una selección ecléctica y personal, y precisamente por eso nos permite descubrir paisajes y rincones literarios no siempre incluidos en las guías oficiales. El método crítico de Citati es el de la empatía emocional: para explicar una obra se sumerge en ella desnudo y sin flotador, a pulmón, a solas, nadando y buceando hasta el agotamiento. Da la impresión a veces de que su propósito es realmente viajar en el tiempo y con alguna extraña arte nigromántica conseguir habitar durante algunas páginas el espíritu y la mente de los autores que estudia. Por eso muchas de sus páginas son puras recreaciones de los argumentos o situaciones más memorables de las obras en cuestión. Y eso sí, otra cosa no, pero Citati escribe como los ángeles. La maestría de Calvino y el amor a lo literario cristalizan en una prosa divulgativa densa, fluida, sabrosa, brillante, riquísima en vocabulario. Excelente traducción de Díaz de Atauri, también.

Gracias a este procedimiento de crítica metempsicótica viajamos en la alfombra voladora de las páginas de Citati al mundo de los escitas, la Roma de Nerón o las tabernas del Taoísmo y terminamos por sentirnos transportados por el mismo impulso, cómplices de negromancia, viajeros del tiempo cultural. Casi tocamos los mármoles de la Domus Aurea, y desde luego saboreamos los perfumes de incienso y almizcle del Bagdad de Harún Al Rashid. Es como el metaverso de la crítica (o más bien divulgación de altísima calidad) literaria. En vez de someternos a una lenta tortura de referencias bibliográficas, notas a pie de página y argumentos de cátedra, Citati nos coloca gafas de cinco dimensiones y sensores táctiles y emocionales, para hacernos vivir con toda la potencia de la que la propia imaginación sea capaz la experiencia de lo literario.

Casi se echa de menos, al final, algo más de bibliografía, para conocer las ediciones y las fuentes de inspiración del propio brujo. Solo hay, al final del libro, en página aparte, dos brevísimas referencias a estudios de Klibansky, Panofsky, Saxl y Scholem. Pero no importa. A cada cual la tarea de reconstruir o identificar otras fuentes, viviendo la historia de la literatura no como disciplina universitaria, sino como itinerario personal de un autor a otro, de una época a otra, siguiendo solo la brújula del instinto y la curiosidad, disfrutando cada paso de página igual que se disfruta cada giro callejero en la ciudad desconocida que visitamos por primera vez.

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