Una biografía, como su nombre indica, debe ser la narración documentada de la vida de una persona, desde su nacimiento a su muerte. Obviamente, debe atender también a las circunstancias familiares de su nacimiento; su medio social; las características de su época, y en general todo lo que contribuya a explicar y entender no sólo al personaje, sino a su momento social, el paisaje humano a su alrededor. La persona y sus circunstancias, como diría Ortega.

Algo en la sangre: la biografía secreta de Bram Stoker, escrita por David J. Skal, publicada originalmente en Nueva York en 2016, traducida al español por Óscar Palmer y editada aquí por Es Pop Ediciones, es una maravilla. Admirable en ese ejercicio, casi pictórico, de presentar al personaje biográfico casi como un simple actor de una época y un escenario en el que ocurren muchísimas más cosas que sus entradas de diario personal.

La sociedad dublinesa (primero) y la londinense (después) de la segunda mitad del siglo XIX y primera década del XX es la gran protagonista del libro. Una sociedad diezmada por incontables epidemias, ahogada por las brumas asfixiantes y malsanas de la industrialización salvaje, electrificada por teorías mesméricas y espiritistas variopintos, catalizada por espectáculos teatrales y colectivos en los que buscaba siempre otra vuelta de tuerca al fascino della paura (título de Raffaele Milani, editado por Guerini en 1998), y sacudida por los crímenes de un Jack Destripador que tristemente ha terminado por ser integrado y hasta casi admirado por nuestra torpe cultura del entretenimiento a cualquier precio.

La vinculación de Bram Stoker con el espectáculo teatral, desde su cargo como administrador y productor de los shows de Henry Irving -una especie de Tom Cruise o quizás Pacino del XIX brit– explican en gran medida la génesis de Drácula. Es muy ilustrativa, de todas formas, la cita de Henry Dickens, sobrino del gran Charles y amigo de Bram: «Escribió su novela con la esperanza de que vendiera bien (cosa que hizo) y la escribió en cualquier caso como una broma». Nunca hay perder de vista la motivación económica. El artista puede buscar la inmortalidad a largo plazo, sí, pero a corto quiere una casa más grande, un coche nuevo, saldar deudas, pagar la universidad de sus hijos. Y está bien así.

Otro de los aspectos más interesantes de Algo en la sangre es la omnipresencia en sus páginas de Oscar Wilde. Él y Stoker compartieron muchas cosas: ambos dublineses, estudiantes del Trinity College, de la misma generación, emigrados a Londres prácticamente a la vez… y sin olvidar que Stoker se casó con la primera «novia» de Óscar, Florence. No fueron amigos, sin embargo; sólo contemporáneos, quizás conocidos. La biografía de Stoker sugiere que Bram estuvo presente en la ominosa subasta judicial de las propiedades de Óscar -riquísima biblioteca, muebles, objetos de arte, todo…- celebrada el 24 de mayo de 1895 para saldar las costas de su condena. Y que fue él quien compró el retrato de Lady Wilde, madre de Óscar, pintado por Frederik Osborne. Lady Wilde había sido mentora y propulsora de la vocación literaria de Stoker en Dublín, veinte años antes.

No cabe duda de que Bram Stoker fue un tipo frío. Nada hay en su biografía que señale al exceso, salvo quizás su gran capacidad de trabajo. También fue honesto; no le constan quejas por dobleces o engaños. Stoker fue un gran trabajador de la literatura, de lo teatral, y del omnipresente género de horror gótico que desde Walpole a Poe había mostrado al mundo esa nueva fuente de placer estético oculta en las turbias aguas de un sentimiento llamado miedo. (Véase al respecto la Historia Natural de los Cuentos de Miedo escrita por Rafael Llopis y editada por Júcar en 1974).

Quizás los más intensos momentos emotivos de la biografía de Bram se dan en las páginas que narran su relación epistolar con Walt Whitman, el gran poeta del verso libre y de la amistad masculina. Porque este es otro de los hilos transversales de Algo en la sangre: la ambivalente homosexualidad latente en la sociedad británica de la era victoriana. Más allá de su pasión intelectual por Whitman, y quizás de su sumisa relación con un Henry Irving tiránico y narcisista, nada indica que Stoker se saliera nunca del tiesto conveniente de las buenas costumbres.

Wilde, sí. Su caída en desgracia y sus últimos días están narrados de forma tan admirable en el libro de David Skal que a veces parece que la biografía trata de Óscar y no de Bram. Pero es normal: Stoker escribía por dinero, y Wilde por algo diferente.

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