La lectura de «La Musa aprende a escribir», de E. A. Havelock, ilumina un periodo decisivo de la civilización: aquel en el que la alfabetización se generaliza, y lo escrito deja de ser patrimonio exclusivo de una élite. Además, este fenómeno se entrevera con otro no menos trascendental, y en todo caso previo: el paso de una cultura de transmisión esencialmente oral a otra fijada sobre soportes diferentes a un ser humano.

Es sabido que Platón abominaba de la escritura: le parecía una forma indecente de congelar la sabiduría. Para él, sólo la transmisión verbal de maestro a discípulo podía asegurar una correcta interpretación y asimilación de las enseñanzas. Uno no deja de apreciar cierta verdad en esto. Sin negar lo práctico que resulta poder fijar en papel o memoria electrónica todo el saber de la humanidad, la postura de Platón nos recuerda el valor de cualquier enciclopedia o summa de conocimiento reside finalmente en la convención social, en el hecho de compartir un idioma, un vocabulario y una sintaxis.

Lo bonito del libro de Havelock es que nos hace comprender que esta cuestión de oralidad y escritura se cruza, como decía, con otra no menos interesante: la de poesía y prosa. El término «poesía» tiene hoy un significado tan etéreo y absoluto, casi sinonímico de «belleza», que nos puede hacer olvidar que en su origen era simplemente una forma de combinar las palabras para poder recordarlas mejor. El metro, el ritmo y la rima no fueron inicialmente herramientas estéticas, sino mnemotécnicas. En una cultura de transmisión oral, -en la que la memoria individual era el máximo pilar de la civilización colectiva- trucos como el ritmo, la rima y los epítetos eran valiosísimos para certificar la autenticidad del contenido. Cualquiera que haya memorizado en su infancia oraciones o textos de todo tipo sabe que es así: el concepto necesita del ritmo para fijarse mejor; la rima ayuda a la memorización. Y cuando estamos hablando no de recordar algunos números de teléfono o claves de aplicaciones -máximo ejercicio memorístico que muchos de nosotros podemos alcanzar en estos tiempos digitales, virtuales- sino la Iliada o la Odisea, todas las ayudas y trucos son bienvenidos.

Y aquí es donde el libro de Havelock resulta revelador: el inicio de la filosofía griega supuso el triunfo de la prosa sobre la versificación  -no sobre la poesía tal y como la entendemos hoy, sino sobre ese triste maquillaje con el que los menos inteligentes prentenden hacer pasar por bellos o verdaderos textos que simplemente cumplen ciertas normas métricas.

Reproduzco párrafos de Havelock:

«El delito de Sócrates [que le valió condena a muerte] consistió en proponer que la educación se profesionalizara, de modo que no fuese ya la tradición poética [la transmisión de textos sujetos a ritmo y metro] lo que la gobernaba, sino el examen dialéctico de «ideas», lo cual no dejaba de ser una amenaza para el control político y social que hasta entonces venían ejerciendo los jefes de las primeras familias atenienses.»

Y con respecto a Platón:

«La literatura griega había sido poética porque la poesía cumplía una función social, a saber, la de preservar la tradición conforme a la cual los griegos vivían, e instruirlos en ella. Esto podía significar únicamente una tradición que era enseñada y memorizada oralmente. Era precisamente a esta función didáctica y la autoridad que la acompañaba a lo que Platón se oponía. La diferencia es que las enseñanzas de Platón, desde el punto de vista formal, no eran poéticas. Estaban compuestas en prosa.»

La rebelión de Platón contra lo versificado es admirable. Supone el triunfo de la razón sobre la memoria. Es predecesora, aunque de mayor magnitud, de la revolución protestante, y de cualquier otra que a lo largo de la historia haya supuesto poner en cuestión la sacralidad de textos esenciales para una determinada sociedad y momento.

Sócrates y Platón rompieron, pues, la tiranía mental de una «poesía» que poco tiene que ver con el concepto actual de la misma -aunque mucho se sigue confundiendo todavía lo poético con lo versificado. Aún así, ambos eran contrarios a la escritura. No querían versos, sino prosa, otra forma de decir las cosas; pero sí querían que las verdades dichas en esta nueva forma se transmitieran verbalmente, de maestro a discípulo, de persona a persona. Quizás el hecho de abandonar los recursos mnemotécnicos del ritmo y la rima, y las frases arquetípicas de los textos orales tradicionales, precipitó la alfabetización escrita, para fijar de otra forma las ideas. La memoria comenzó a ceder paso al papiro. En el Renacimiento, con la imprenta y el papel, este proceso se universalizó y multiplicó. Ni que decir tiene que hoy, con memorias digitales y portátiles, «nubes» de conocimiento a tiro de wifi, la memoria queda aún más relegada, casi a un estatus de órgano en desuso. Sin embargo, la fragilidad de las memorias electrónicas debería hacernos, cuando menos, precavidos al respecto. La trama de Fahrenheit 457 podría trasladarse hoy a una red de personas depositarias de información esencial en previsión de un borrado general de las memorias electrónicas de todo el mundo, por accidente o conflicto bélico.

Obviamente, la preferencia de Platón por la transmisión oral estaba condenada al fracaso. El empuje de la alfabetización generalizada, la puesta a disposición de nuevas clases sociales de herramientas de escritura -cálamos, tintas, papiros- triunfó sobre sus advertencias. Somos fetichistas por naturaleza. Miramos los libros -o los rollos de papiro, o las inscripciones en piedra- como si el hecho de ser ajenas a la vida y la muerte de los humanos les otorgaran mayor marchamo de verdad que a unas palabras bien dichas. Y además de fetichistas, somos pijos: nos gusta coleccionar, ostentar, mostrar nuestra riqueza en forma de bibliotecas y volúmenes venerables, raros, y cuantos más mejor.

Quien esto escribe, humildemente, es un bibliófilo empedernido, y escribe porque cree que algunas personas diferentes a quienes trata en su día a día, y con las que nunca habrá tenido un contacto verbal o personal directo, puedan quizás apreciar y entender la intención de lo escrito. Es más o menos lo de Cernuda en «A un poeta futuro». Así, 25 siglos después de los tiempos que evoca «La Musa aprende a escribir», el lenguaje, su formato y su manera de transmisión siguen estando en el centro: palabras, versos, ideas, frases, ritmo, memoria.

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