Partamos de la base de que cualquier lectura es buena, aunque sea como ejercicio mental. Cierto es, también, que muchos escritos solo buscan adoctrinar, explotar y desangrar los espíritus de sus lectores, y que -igual que en la vida uno encuentra gente buena y gente mala- hay también en las estanterías del universo libros buenos y libros malos. La manera de distinguir a unos de otros es fácil: el bueno no miente. El malo se disfraza; es un depredador que busca tu proteína, utiliza las palabras como ensalmos hipnóticos para atraerte a su telaraña, solo quiere tu dinero, tu voto, tu sumisión.

El libro bueno no es así. Es más bien como el amigo bueno, que quiere lo mejor para ti. Quiere oírte, quiere pasarlo bien contigo, es un ángel que será feliz si tú lo eres.

Una vez establecida la distinción precedente, pido al lector de estas líneas que sólo tenga en cuenta los libros buenos, según quedan definidos en los párrafos anteriores, y a todos los efectos de las tesis subsiguientes.

Porque lo que en realidad me interesa esta noche es reivindicar la historia de la literatura. Digo bien: la historia de, y no sólo su substantivo, la literatura.

Y diréis: ¿qué diferencia puede haber entre ambas? ¿No es lo mismo literatura que historia de la literatura? No, rotundamente no. Me explico.

Literatura son los bestsellers -algunos de gran dignidad, libros que sin duda engrosarán a medio plazo la nómina de la historia; y son también los clásicos -esos libros que publican regularmente las editoriales de kiosko, los clubes de lectura, y que forman parte de los currículos escolares y todos hemos visto en clase, y hemos sufrido en exámenes: la Iliada, Lope de Vega, Becquer…

¿Entonces? ¿Qué es la historia de la literatura?

La mejor manera de explicar la diferencia es esta: hay turistas que aseguran haber estado en la India porque han visto el Taj Mahal y el Amber Fort de Jaipur, y hay personas que -habiendo visitado los mismos emplazamientos- sueñan con enlazar sus evocaciones con otras, trazar recorridos imaginarios o reales, volver al país para vagar y perderse por sus callejuelas, dejarse atrapar y perderse en Jaipur o Agra, salir del autobús, romper con la rutina ominosa del itinerario establecido. Esa es la diferencia.

Dejemos la literatura para quienes viajan con guía. La historia de la literatura es una experiencia personal que cada cual se construye a medida, saltando de unas lecturas a otras, enlazando vínculos de la wikipedia provocados por páginas inesperadas, comprando títulos en Amazon o Wallapop de manera compulsiva para comprender la relación entre dos autores o dos obras, ilusionándose con colecciones fabulosas de bibliotecas personales.

Pero además de esta perspectiva sincrónica, hay otra diacrónica, que es seguramente más interesante todavía.

La historia del pensamiento escrito abarca fácilmente cinco milenios, de los cuales están suficientemente documentados los últimos dos y medio, desde Homero a nuestros días. No existe tal cosa como la Edad Media -época oscura de ignorancia y olvido. En todas las épocas y momentos de la humanidad, siempre ha habido una mente y una mano que han querido dejar constancia de ideas, sentimientos y fantasías, de una u otra forma, con mayor o menor suerte, riqueza o diversión. La historia de la literatura es la aventura de reconstruir, a la manera de cada cual -ya que será imposible establecer verdades absolutas- el itinerario de pensamiento y filosofía, ciencia y matemática, de la humanidad desde el primer registro escrito hasta nuestros días.

Pero atención: esta empresa formidable de reconstrucción arqueológica y espiritual no busca esclarecer un crimen o definir axiomas: es simplemente un itinerario que cada cual debe recorrer para encontrar su propio lugar en el extremo cronológico terminal que le ha tocado vivir. No hay nada parecido a la verdad.

Platón, como es sabido, lamentaba la transmisión escrita de la sabiduría. Creía que fijar ideas en palabras escritas significaba despojarlas de su esencia, y que solo lo aprendido verbalmente, por contacto personal, valía la pena. No es que no tuviera parte de razón, hay que decirlo. Escribir es congelar, es siempre intentar hacer eterno lo que por naturaleza es fugaz. Pero lo que Platón no supo ver es que entre lo fugaz y lo eterno hay una dinámica íntima que define y alimenta la alegría: no debemos renunciar a nada.

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