Sucede con algunas obras de arte lo mismo que con otros recuerdos: después de mucho tiempo sin dar señales de vida, de repente un día se manifiestan,  brillan, levantan la mano, reclaman nueva atención. Se diría que protestan por estar relegados a una estantería indigna de su rango, o que quieren reparar una valoración injusta.

Es así como he vuelto a ver, varias veces, estos días, «Blade Runner», la película dirigida por Ridlye Scott estrenada en 1982. Recuerdo que en su momento me pareció un pastiche con poco fundamento o intensidad. El óscar a la mejor banda sonora musical para Vangelis en el año anterior, 1981, por «Carros de fuego» seguramente contribuyó a mi desprecio, ya que nunca he sentido atracción alguna por la épica olímpica o deportiva, con excepción de las pelis de carreras de coches que hacía Steve McQueen. Para mí, sus «24 horas de Le Mans» contienen aciertos casi equiparables al Kubrick de 2001: largos minutos de poesía visual compuesta por destellos de faros a gran velocidad reflejados en un cristal llovido tras el que el piloto lucha contra el sueño y el agotamiento. Pero esa es otra historia.

Sigue sin interesarme, en realidad, la historia de Blade Runner. Me la rempampinfla que Decker sea o no replicante, o que lo sea Rachel. La gran lección de Góngora y el 27 es que no hace falta «entender» un argumento para apreciar la belleza de su construcción, ya que ésta es lo realmente importante. Sin ella, todas las obras cumbre de la literatura universal pueden quedar reducidas a una par de párrafos sinópticos. No; el argumento -en general, siempre- debe ser sólo una buena excusa para que un grupo de artistas se motiven lo suficiente para sacar lo mejor de sí mismos, pero sólo Agatha Christie o Alfred Hitchcock confían en un buen argumento para salvar una mala película -y no lo consiguen, claro. ¿Alguien ha conseguido entender a fondo «El sueño eterno», «Resplandor», la propia «2001» o «Ciudadano Kane»? ¿A alguien verdaderamente le importa? ¿Hace falta entender el proceso de producción de un alimento para saborearlo? Precisamente, esto es lo que hacen los malos cocineros y productores: intentan vender cursis storytellings (= milongas) sobre procesos de elaboración para justificar que su vino o embutido está realmente insípido. Como en otros aspectos, es David Lynch quien ha llevado más lejos la ignorancia olímpica hacia el argumento; antes de él los artistas que lo despreciaban debían exhibirle en público cierto respeto, insinuando cortésmente que si la trama iba por aquí o por allí, o -más diplomáticamente- que no querían dar pistas, que cada cual debía hallar la solución por sí mismo, como si el encanto de una obra de arte fuera encontrar una moneda de latón escondida en un palacio fabuloso. No: el palacio es la obra, y lo que oculte la caja fuerte todo lo más una motivación añadida para recorrerlo.

En fin, que Blade Runner me ha revenido, estos días, como un gran palacio de poesía visual, magnífica fotografía y un diseño de producción claramente merecedor de los muchos premios cosechados. Aterroriza un poco como van pasando los años que en el pasado se utilizaron como referencia de un futuro muy distinto: 1984, 2001… o 2019, año en el que según los créditos iniciales ocurre Blade Runner. La capacidad profética de la ciencia ficción es inversamente proporcional a su capacidad lírica. Orwell acertó en muchas cosas porque no utilizó su fantasía para imaginar cacharritos tecnológicos, sino para construír una fábula del comportamiento social humano que seguirá siendo válida en 2084, 2184…

El diseño de producción de Blade Runner es especialmente meritorio por pertenecer aún a la era predigital del cine. Lo más digital de la película son los sintetizadores de Vangelis, de los que ahora hablaremos. Pero todo el resto son escenarios reales: maquetas, estudios, el Bradbury Building -¡qué homenaje en la elección- de Los Ángeles…

Viendo una y otra vez algunas escenas, se hace clarísima la influencia de Blade Runner en otras obras maestras del cine fantástico posteriores, muy especialmente en «El quinto elemento» de Luc Besson, y «Desafío total», de Paul Verhoeven. Incluso las primerísimas escenas del Twin Peaks 2017 son un homenaje a las de apertura de Blade, con esos vuelos nocturnos sobre fabulosas construcciones urbanas moteadas de lucecitas.

El afán reparador de estas notas debe extenderse también a Vangelis. Una sola frase musical -el motivo central de piano de «Memories of Green»- bastaría para revalidar su condición de muy grande. Oíd como entra esta frase en el 1.20″ de este vídeo, del que alguien ha tenido la buena idea de retirar todo lo que no sea música:

No recuerdo mejor utilización del efecto «piano desafinado» en mi discoteca personal. Y esos bip bip juguetones y también desafinados que recorren la canción de cabo a rabo… ¡qué maravilla!

Pero hay más: todavía no termino de creer que sea Demis Roussos -primo carnal de Vangelis- el vocalista de «Tales of the Future»:

Una loca voz de muecín en un idioma imposible, una ambientación musical que de nuevo nos remite al universo Besson.

2020 -el año después- nos ha revelado que el enemigo de la humanidad no es el replicante, sino el virus, y sobre todo la patética impotencia de nuestras sociedades para gestionar cualquier crisis que turbe mínimamente nuestros sueños dopados de androides, o más precisamente de ovejas eléctricas.

¡Feliz Navidad!

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