Es curioso que un país tan hostil, a priori, como Birmania, haya contribuído tanto -quizás involuntariamente- a la historia de la literatura del siglo XX. Ello a través de dos de sus figuras capitales, Pablo Neruda y George Orwell, que vivieron en sus juventudes momentos y experiencias decisivas para la definición de sus vidas literarias.

Calificar de «hostil» a Birmania -hoy Myanmar- no debe ser malentendido. No es un país que se distinga por su receptividad a los extranjeros, al menos institucionalmente. Ciertamente sus habitantes pueden llegar a ser tan amables y entrañables como cualquier otro humano, y especialmente como los asiáticos saben llegar a serlo: no en vano la sonrisa es el máximo atributo del budismo, y siempre que uno viaja al viejo continente (que es Asia, y no Europa) vuelve con sonrisa pegada al gesto, y sonríe al cruzarse con desconocidos en las calles, durante unos cuantos días, hasta que recupera la conciencia de que vive en Europa, y vuelve a adoptar el gesto adusto, sobrio -y hostil- propio del viandante circunspecto occidental.

Pero dentro del repertorio inabarcable de la amabilidad asiática, Birmania tiene justo prestigio de borde. Quizás desde los tiempos de la masacre de Ayuttaya, la Venecia de Thailandia, un paraíso de urbe fluvial cercano al Bangkok actual que flloreció comercialmente hasta que los birmanos la arrasaron en el siglo XIV, sin más razón que el pillaje -bueno, no se deben suponer motivos culturales a la barbarie. Las crónicas de lo sucedido en Ayuttaya durante el asalto birmano -tras meses de asedio y hambruna- son escalofriantes, aunque seguramente no más que las de la caída de Constantinopla, Siracusa o Cartago. Una anécdota: un mercenario birmano ordena a una mujer que cargue todas las pertenencias de su casa sobre el carro para llevárselas; ella, amamantando a su hijo, le responde que no puede hacerlo por atender a su hijo, recriminándole su falta de humanidad. El soldado toma al bebé y le rebana la cabeza de un tajo con su espada, y arroja el cuerpo al río. «Ahora ya sí puedes» -dice a la mujer, pateándole el culo. Así era el mundo antes, así fue siempre, a veces.

Volvamos al tema de este artículo: paralelismo entre las experiencias vitales de Eric Blair y Ricardo Reyes -nombres de pila de los afamados Orwell y Neruda- en Birmania.

Yo viajé a Birmania en 2006 tras los pasos de Neruda, y con estupenda ingenuidad esperé encontrar placas conmemorativas. El Nóbel Neruda es un perfecto desconocido en Birmania, al menos desde el punto de vista oficial. Uno está más o menos acostumbrado a prácticas de marketing cultural, y piensa que si «Residencia en la Tierra» se hubiera gestado en su barrio, bueno, daría para muchas promociones del tipo «Hemingway estuvo aquí». Pero no. Ni en Rangoon ni en Myanmar hay recuerdo oficial alguno de Neruda. La casa de Dalhousy Street donde vivió algunos meses ya no existe, y la cabaña donde conviviera con Josie Bliss en los momentos decisivos de la gestación de su voz poética ni siquiera está geolocalizada.

Orwell, en cambio, sí dejó huella en Birmania. Según cuenta Emma Larkin -en Historias Secretas de Birmania, que ahora comentaremos- hay aún cierta parte cultivada de la población que le conoce como «el profeta». No se admiran sus calidades literarias, como tampoco las de Neruda; eso son sutilezas estilísticas para degustación occidental. Lo que fascina a los birmanos es que la trilogía «Burmese Days» (1934), «Animal Farm» (1945) y «1984» (1949) retrata admirablemente la realidad cotidiana de su país.

Eric Blair (George Orwell)

Eric Blair -Orwell, para los literatos- nació en India y vivió en Birmania, trabajando como policía del imperio británico, entre 1922 y 1927. Resulta curioso que el autor de «1984», uno de los mayores defensores de la libertad individual que dió el siglo XX, y de los más enérgicos adversarios de las derivas colectivistas y las dictaduras, luciera por entonces un mostacho como el de la fotografía. Claro que entonces no tenía el mismo significado y reminiscencia de ahora. Cosas de la moda.

Para muchos birmanos con un mínimo de cultura, Orwell simplemente se limitó a retratar en «Rebelión en la Granja» el periodo histórico birmano de 1962 a 1988, bajo el mandato del general Ne Win, que intentó -sin éxito para la población, aunque a él le fue estupendamente- reproducir un modelo marxista trasnochado en el país. Merece la pena reproducir algunos de los párrafos de Emma Larkin al respecto:

«Hace unos años, la BBC birmana retransmitió por entregas Rebelión en la granja. Durante semanas, las casas de té de Mandalay fueron un auténtico hervidero de gente intentando identificar a los líderes birmanos con los personajes del serial. ¿Podría ser que «la señora» -como se conoce a la líder democrática Aung San Suu Kyi- fuera el cerdo exiliado, Bola de Nieve? ¿Y qué cerdo sería el general Ne Win?»

Según la teoría de Larkin, muy creíble, «1984» también tiene base real: el sistema de información policial y control de la dictadura militar birmana, un régimen hermético infiltrado en la población por múltiples ramificaciones de delatores y confidentes a sueldo, y por supuesto basado en el terror de la omnipotencia policial, capaz de arrasar vidas, familias y negocios en un abrir y cerrar de ojos, y sin necesidad apenas de justificación jurídica.

Hay que decir, también, que los birmanos le deben a Orwell algunas páginas realmente hermosas sobre la naturaleza de su país, sobre todo en «Días de Birmania». Para Neruda el paisaje birmano era apenas un reflejo de su estado de ánimo, y si se concentró en algún elemento del mismo fue sobre todo en su componente femenino. Aunque ambos coinciden en la naturaleza esencialmente opresiva del clima y la vegetación -mosquitos implacables, calor enloquecedor, atmósfera casi malsana- Orwell llega a emocionar en algunas descripciones de naturaleza y ciudad. Ya se sabe que el corazón es como esas flores que crecen entre dos adoquines de carretera: no necesita demasiado: algo de sustrato, un poco de luz y algo de beber.

Tanto Orwell como Neruda militaron en la literatura. Quiere decir la cursiva que los dos -al menos en la madurez de sus carreras- concebían la escritura como un arma de cambio, una herramienta de mejora social, un instrumento en la lucha por un mundo mejor. El Neruda de Birmania aún no había caído en esta actitud, y sólo buscaba su propia voz poética. ¡Vaya si la encontró! Tanta y tan fuerte que hace que incluso algunos versos de ese panfleto lírico que es el «Canto General» sigan siendo hermosos

Ricardo Reyes (Pablo Neruda)

Obviamente, quien escribe estas líneas no cree que la literatura sirva para otra cosa que para el disfrute estético, filosófico y moral, para el entretenimiento y la maravilla, para elevar la intensidad de la vida y la inteligencia hasta las cimas alcanzadas por otros, pero no para justificar presupuestos de acción social o programas de gobierno. Uno está más cerca de Góngora y García Márquez que del Neruda de «Canto General» o del Orwell de «Días de Birmania», pero esto no me impide valorar adecuadamente las calidades de las segundas, que ya quisieran muchos.

Por ir terminando: hay también una extraña coincidencia entre los biógrafos de los dos escritores, dos personas que se apasionaron por seguir y reconstruir sus pasos en Birmania: Edmundo Olivares, en Los Caminos de Oriente, en el caso de Neruda, y Emma Larkin en Historias secretas de Birmania en el de Orwell. Ambas aproximaciones biográficas son apasionadas y constituyen, por sí mismas, magníficas piezas de buena literatura. El libro de Olivares está más centrado en la persona, mientras que Larkin se fija más en el país, y casi podría decirse que «utiliza» el itinerario birmano de Eric Blair como pretexto estructural para trazar una intensa -y terrible a veces- semblanza de la Birmania del siglo XX, hoy Myanmar del XXI.

¿Qué tendrá este país hostil, difícil, antipático y hasta siniestro que sigue ejerciendo un raro poder generador en lo literario? No lo sé, pero definitivamente la lectura de Días de Birmania (Orwell), Residencia en la Tierra (Neruda) , Los caminos de Oriente (Olivares) e Historias secretas de Birmania (Larkin) es en sí una tetralogía fascinante.

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