Es lugar común decir que lo fragmentario es una de las claves de la cultura contemporánea. Lo breve, el flash, la impresión, el tuit… las múltiples formas de esta tendencia encarnan el mismo espíritu. ¿Lo instantáneo digital frente a lo discursivo analógico? No necesariamente.  Lo fragmentario es también una forma de construir y entender el mundo.
    El imperio de la lógica aristotélica a través de los siglos, al menos hasta el XVIII, acostumbro al género humano a creer que solo la concatenación lógica de razonamientos o hechos podía avalar la verdad. Lo deductivo, el razonamiento matemático, el discurso cronológico… ¡elemental, querido Watson!: sólo este camino nos podía llevar sobre adoquines dorados al palacio de la certidumbre. La matemática -unánimemente considerada paradigma de lo verdadero- funciona así: establece principios, razonamientos y métodos, y luego alcanza las conclusiones que buenamente puede. No importa si estas conclusiones son aberrantes, delirantes 0 psicotrópicas: si se ha llegado a ellas por el método deductivo deberían ser válidas. Lo deductivo -especie de traslación de lo jurídico a lo filosófico- impera desde hace mucho como único método aceptable para llegar a lo verdadero. (Cierto es también que para liberarse del inmenso aburrimiento de la lógica los matemáticos han inventado mundos paralelos y teorías universales enteramente armadas sobre nuevas hipótesis, dimensiones y principios).
     La recentísima publicación de los Cuadernos de Cioran (/1957-1972) a cargo de Tusquets  -un acontecimiento editorial y literario cuyas consecuencias el mundo poco a poco irá celebrando como merece- alumbra no pocas nuevas luces sobre la cultura, encantos y virtudes de lo fragmentario.  En primer lugar, porque se trata de cuadernos de notas, diarios íntimos, por así decir, sobre los que el propio Emil anotó la sentencia «A destruir» tras su muerte, y que han visto la luz gracias a la rebelde desobediencia de su viuda, Simone Boué. Da vértigo imaginar -visto este caso, y el de Kafka- cuánta maravilla literaria ha sido, en efecto, destruída innecesariamente por orden de sus autores…

Cioran en su buhardilla

     Emil es la antítesis del método. Su fino instinto literario -Cioran es quizás el mejor prescriptor de nuevas lecturas que pueda encontrarse, y un grandísimo crítico, espontáneamente y quizás a su pesar- le lleva a anotar en 1962: «No estoy hecho para verdades objetivas; la argumentación me aburre y me cansa. No me gusta demostrar, ya que no quiero convencer a nadie» (p. 103). Su pretensión es más bien «introducir el lamento en el concepto» (p. 69) frase esta que verdaderamente resume gran parte de su objetivo -o, mejor dicho, de su naturaleza.
     Lo fragmentario no renuncia a explicar el mundo: quiere hacerlo de otra manera: no a través de la lógica, sino de la emoción.  Nuestras vidas son fragmentarias, interrumpidas, ocasionales. El verdadero nexo entre ellas es la emoción.
     Las Greguerías de Ramón son un magnífico ejemplo, y desde luego este madrileño universal debería tener un altar lleno de chocolate con churros en el paraíso de lo fragmentario.
     Cuando Chagall pinta un violinista volando y una pareja de novios levitando en la noche, vemos la felicidad de forma fragmentaria, pero la vemos con claridad.
     En cine, la publicación de Mulholland Drive y, aún más, de Tiwn Peaks 2017, de David Lynch evidencia las infinitas posibilidades de lo fragmentario como estrategia de encanto. El mundo se explica mejor a través de una serie de emociones e impresiones aparentemente inconexas que a través de un razonamiento deductivo esquelético, estéril y aburrido. Frente a la tontería aristotélica de Agatha Christie -e incluso, dios me perdone, de Conan Doyle- Mullholland Drive plantea un enigma criminal que solo se puede resolver con la intuición -no con la razón. En Mulholland Drive ocurren cosas que han pasado antes y después que otras según la pura narración cronológica (¿qué diría Borges de esto?), pero con tal maestría que las aceptamos sin rechistar. Igual que aceptamos en El Otoño del Patriarca que el yo narrativo vaya saltando de personaje en personaje como el demonio de Fallen. 
     Este es el triunfo final del Romanticismo: lo subjetivo, lo individual y lo único de cada uno de nosotros -pues las emociones, aunque pueden ser compartidas, son de naturaleza individual e intransferible- acaban por reivindicar su espacio a la misma altura que la razón, sin tener que agachar la cabeza frente a lo legislativo, deductivo y lógico-cronológico. ¡Bien!
     El cultivo de lo fragmentario permite a Cioran, ni más ni menos, establecer una nueva filosofía de la naturaleza y la física de partículas en apenas cuatro líneas: «Se diría que la materia, celosa de la vida, se emplea en espiar a ésta para encontrar sus puntos débiles y atacarla en el momento en el que menos se lo espera. Es porque la vida solo es vida por una infidelidad a la materia.» (p. 125)
     Lo fragmentario supera así su historia de menosprecio: el tamaño o la cantidad no importan más que la calidad y la esencia.
     Hay que decir, también, que lo fragmentario fue ya intuíçido por filósofos -cuando éstos eran, a la vez, poetas y científicos- desde el origen de los tiempos. Por eso existe una literatura sapiencial, fábulas y aforismos, por eso existen los refranes. Quien no suscriba que muchos de ellos contienen más verdad que toda la obra de Stephen Hawking o Albert Einstein, que pague la primera ronda.
    Gracias a Cioran he llegado a Joseph Joubert, cuyos «Pensamientos» tampoco fueron grandemente apreciados en su tiempo (1754-1824), pero no paran de ganar cotización desde entonces. Resulta asombroso que la primera traducción al español haya tenido que esperar hasta 1995, cuando el enorme editor que fue Carlos Pujol los tradujo y seleccionó para Edhasa.
Joseph Joubert

Joseph Joubert

 Leed a Joubert. Es fragmenatrio, esencial, emocionante. Un tipo que escribe apenas veinte o treinta líneas por año tiene realmente mucho que decir en el momento de palabrería y de furia que vivimos a inicios de 2020. Por si os hacen falta algunas citas para animaros, aquí van. En ellas reconoceréis mucho de lo dicho hasta aquí:
 «Escribir está más cerca del pensamiento que hablar.» (1791, p. 25)
«Imitad al tiempo. Lo destruye todo con lentitud. Socava, desgasta, desarraiga, despega, pero sin arrancar.» (1791, p. 26)
«Búsquese la sabiduría más que la verdad. Está más a nuestro alcance.» (1796, p. 31)
«La imaginación ha hecho más descubrimientos que los ojos.» (1796, p. 32)
«No cortéis lo que podáis desatar.» (1796, p. 33)
«Razonar, argumentar: es andar con muletas en busca de la verdad.» (1798, p. 35)
«El estilo es el pensamiento mismo.» (1798, p. 36)
«Empleamos en las pasiones la materia que se nos dió para la felicidad.» (1799, p. 40)
«Hacer accesible la sabiduría. Acuñarla en máximas, en proverbios, en sentencias fáciles de recordar y de transmitir.» (1799, p. 41)
«Los poetas tienen cien veces más sentido común que los filósofos, y buscando la belleza encuentran más verdades que los filósofos buscando la verdad.» (1802, p. 48)
Me paro aquí, porque si no acabaría por transcribir todo el libro, a tal punto es fantástico. ¿Verdad que con estas breves sentencias entendéis mejor la importancia de lo fragmentario?
(Ilustración principal, Fragmentario, de Adriana Carambia)
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