Creo que las dos palabras que dan título a este artículo son las más adecuadas para adjetivar el estado de ánimo de una gran, muy grande, parte de la población española en el inicio de la década. Cuando un personaje como Felipe González habla de «orfandad represenativa» parece que, en efecto, se ha producido una desconexión entre parte de la sociedad y sus representantes políticos.

Es posible que parte de la causa sean los largos años de goteos de casos de corrupción y aprovechamiento de la actividad política para fines personales, desde luego. Pero hay mucho más. La normalización de las fake-news y el olvido de la razón como medio de establecimiento de la verdad -en beneficio del simple ruido o volumen de los argumentos- es también ingrediente amargo de este potaje tóxico en el que se ha convertido la normalidad política hoy.

Como de costumbre, dejo bien claro que nada me gustaría más que equivocarme en estos análisis pesimistas, y que la evolución de los acontecimientos en años próximos me dejaran prácticamente en ridículo, como a un viejo cascarrabias incapaz de asimilar los cambios generacionales. Ojalá sea así. De veras, ojalá. Veremos. Yo desde luego no pienso borrar estos artículos.

Pedro Sánchez es, en sí mismo, un político fake, capaz de defender una cosa y su contraria con la misma convicción y gesto de seriedad. Ciudadanos, el partido que fue la gran esperanza multicolor de la misma masa social que ahora está desencantada y desconectada, resultó también un poco bastante fake, y en los momentos decisivos el presidencialismo de su líder motivó la expulsión o apartamiento de sus mejores valores, y por supuesto el hundimiento electoral. El Partido Popular post-Rajoy busca su sitio, pero el timonel es un jovencito voluntarioso carente de la inteligencia y el pragmatismo de su predecesor. VOX, mientras tanto, sigue su ruta ascendente, surfeando a la contra de las olas terribles del pensamiento único y la ultracorrección colectivista. Su denuncia de supuestos excesos del feminismo contemporáneo se ve tristemente avalada por una ministra de igualdad que, a la pregunta de si no le parece raro que sus siete colaboradores de segundo nivel sean mujeres, responde más o menos que «ahora nos toca a nosotras». Su concepto de igualdad consiste en hacer las cosas igual de mal que los machistas, vaya, aunque en sentido contrario. Incluso vemos a la primera mujer directora de la Guardia Civil responder a la pregunta de qué se siente al serlo diciendo que lo importante no es lo que ella sienta, sino que no sea la última o la única en el cargo. Es decir, lo importante no es que la Guardia Civil esté bien dirigida, sea por quien sea, sino que una mujer conquiste este puesto de rancio abolengo bigotudo y tricorne. O, ahora, con la cuestión parental… ¿cuántos votantes gana VOX cada minuto que se habla de esto?

La orfandad representativa que decía Felipe se extiende, además, a los medios de comunicación. Entregados a un sensacionalismo de sucesos, tragedias y apocalipsis, es difícil reconocer en ninguno de ellos -aunque en todos hay aún brillantes chispazos de cordura- una postura crítica, constructiva y firme para defender lo que, en definitiva, debe ser defendido: que todos los españoles, sin diferencia de género, ideología, territorio, condición social u opciones de vida, somos -o fuimos, soñamos ser, en algún momento- iguales ante la ley. Casi da risa decirlo hoy.

El sueño de la transición ha terminado. La España construida por Adolfo Suárez y Felipe González es ya historia. Aznar comenzó a demolerla con sus pactos interesados con un clan Pujol que hoy ya se ha visto lo que fue, y Zapatero le dió una estocada importante resucitando viejos odios machadianos entre españas enfrentadas por la historia. La época de Rajoy, en mi opinión, fue la última oportunidad para que aquella España sobreviviera. Pero no fue posible.

Yo mismo me parezco viejo cascarrabias escribiendo estas cosas, y sé que una generación debe dejar paso a otra con naturalidad y elegancia. Pero no es eso, no. Un país debe comportarse también como un cuerpo conectado y dinámico; una sociedad en la que el índice de viejos cascarrabias per cápita supera cierta medida no va bien, no; sobre todo si los jóvenes tampoco tienen gran interés ni estímulos reales para contribuir a la causa.

Veremos en qué acaba todo esto. Yo me siento, hoy por hoy, desencantado y desconectado. Quizás sea un buen momento para la lectura, la música, la fotografía, la vida interior… porque la otra, como que no.

 

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