Carta abierta a David Lynch
Hola, David, ¿qué tal? Supongo que te pillo en Los Ángeles, con el cambio horario deben ser allí las 4 de la tarde, estarás durmiendo la siesta, o meditando. He de confesarte que tu apostolado a favor de la meditación ha sido el único, entre tantos impactos recibidos, que me sonó convincente. Lo que pasa es que no sé cómo se hace, eso de meditar, salvo que sea tomarse vino tras vino en la terraza de mi barrio, bajo los plátanos de sombra, mientras atardece, dejando derivar la fantasía, dejando que la mente y las neuronas establezcan sus propias conexiones espontáneas, como niños en el recreo, dejar de ser por unos momentos el profesor rotenmayer que todo lo controla, y dejar que los niños se acerquen a lo que más les gusta, que las neuronas correteen por el patio del espíritu, gritando, felices, jugando al escondite, divertidas, libres, traviesas.
Yo no sé si meditar es eso, pero debe ser bueno si a tí te ha facilitado llegar a una expresión artística tan contundente, creativa y honda como la tuya.
Nuestras vidas, David, están un poco ligadas. Recuerdo cuando ví «Terciopelo Azul», en Madrid, en el cine Infantas, sería el año 198o y pico; mi amigo Rojo y yo nos habíamos fumado un porrete y entramos al cine así porque sí. Nunca agradeceré suficientemente al destino -si es que tiene departamento de satisfacción del cliente- haberme fumado ese porro. Me dejó en la condición receptiva idónea para darme cuenta de que «Blue Velvet» no se parecía a ninguna película que hubiera visto antes. A ninguna. Y eso que por los años ochenta yo ya era un curtido filólogo vanguardista enamorado del cine fantástico -aquel irrepetible Fantastic Magazine, Henry, Adrian Lyne… Sería el cannabis, pero tu Terciopelo Azul me impactó gramo a gramo del alma, secuencia a secuencia. Es una película, todo sea dicho, cuya factura está muy cerca de la perfección. El guion, la dirección de actores, el reparto, y por supuesto esa banda sonora que incluía «In dreams» de Orbison como ambientación musical para una brutal paliza a Kyle McLachlan mientras las putas bailan sobre el capó del coche… «Blue Velvet», que en su momento fue percibida por ciertos sectores de la progresía como una peli reaccionaria, ya que restablecía la distinción básica entre el bien y el mal, es un cuento de cine tan bonito e intenso como los de los hermanos Grimm, o el Eduardo Manostijeras de Burton.
Sobre todo, Blue Velvet demostró tu capacidad para ubicar arte contemporáneo de vanguardia en los circuitos de cine y consumo de masas de todo el mundo.
Lo siguiente fue la primera temporada de Twin Peaks. Hay consenso mundial sobre su aportación a la renovación del negocio de la televisión y el entertainment mundial, justamente. Yo no sé como escribes lo guiones, David (con Frost, supongo), ni quien te ha enseñado a ensamblar plano tras plano en la narrativa audiovisual, pero si hay una secuencia de veinte minutos que los estudiantes de cinematografía deban destripar en sus exámenes de junio son los primeros quince minutos del primer capítulo de Twin Peaks. Ese teléfono colgando y balanceándose mientras la madre de Laura Palmer llora rota por la noticia de la muerte de su hija es sencillamente brutal.
Tengo que decirte, David, que me mosqueé profundamente contigo por la deriva de Twin Peaks 1992 más allá del capítulo ocho. Me pareció que aceptaste el corrompido juego editorial e industrial de prolongar innecesariamente una trama para aumentar los ingresos publlicitarios. Bueno, ¿fue así?
Después, siempre esperé tus películas con ilusión y ansia, y así llegaron «Corazón Salvaje», «Carretera Perdida», y «Straight Story». Todas ellas con aciertos deslumbrantes: la secuencia del accidente con trocitos de cráneo desparramado en Lost Highway, o el duelo interpretativo de Laura Dern y Willaim Dafoe en Wild at Heart: «this is a deep sound coming from inside Bobby Peru…».
La espera mereció la pena, David, hasta que en 2001 ví Mulholland Drive. Varias veces. Tu mejor película, sin duda, y la reconocida por una encuesta de 177 críticos reunidos por la BBC como la mejor del siglo XXI, hasta el momento. Lo es.
De la misma forma que Blue Velvet quebró los paradigmas morales del siglo XX, Mulholland ha situado la creatividad narrativa en un nuevo nivel. Su más destacado rasgo es la deconstrucción de la temporalidad narrativa en un juego de bucles de Escher que nos llevan al delirio degustante de la trama. ¡Hay cosas que pueden ocurrir simultáneamente antes y después de otras! Recuerdo que tras la primera consumición de Muhlolland Drive en cine, volví a los pocos días con un cuaderno de notas, y apuntaba las claves a oscuras, las referencias que pudieran ayudar a reconstruir una trama imposible: el cuaderno que aparece antes y después de su propio momento, los detalles de atrezzo en la relación de Laura y Betty… ¡toda la puta película es una cinta de Moebius, magnífica y fascinante! Cuando te preguntan, David, por su significado y resolución, dices que «la respuesta está en la intuición, no en la razón». Te creo. Mulholland Drive es una peli de cine negro cuya intriga solo puede resolverse, cuyo culpable solo puede hallarse, por intuición, no por deducción. Fantástico. ¡Muerte a Agatha Christie!
Me hubiera conformado con que tu última palabra artística hubiera sido «Mullholand». Solo esto te hubiera situado en el olimpo contemporáneo, junto a David LaChapelle, Roman Polansky o Walton Ford. Pero es que todavía te faltaba «Twin Peaks 2017».
Esta producción no sólo está por encima de cualquier otra de su época por concepto y desarrollo, sino que marca, atención, sé lo que voy a decir, y lo mantendré sean cuales sean vuestros comentarios, el punto más alto al que ha llegado la creativdad audiovisual, de momento, en el siglo XXI. No me voy a detener en detalles de episodios o secuencias (¿o sí? -el duelo de pulso, Got A Light, el abrasador y definitivo capítulo 8, los paralelismos magníficos entre Oz y la tierra…-), solo tengo que decirte, David, que nadie ha tocado tan alto en creatividad pura, en traslación de poesía a cine, como tú en Twin Peaks 2017. No sé si será la meditación trascendental, o qué coño fumas, pero has tocado la cumbre.
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