Niza es uno de esos lugares capaces de reconciliar a cualquiera con Francia. Quizás porque no es del todo francesa, sino una mezcla mediterránea con mucho de Italia y fuerte presencia de Rusia, entre otros ingredientes. Capital de la Costa Azul, fue uno de los mayores polos de atracción turística durante la belle époque, el periodo que cubre la segunda mitad del siglo XIX y entra en el XX hasta toparse de inesperadas bruces -así suelen comenzar las guerras, inesperadamente- con la primera guerra mundial en 1914. Un destino truncado que su emblema arquitectónico principal, el Hotel Negresco, sufrió en carne propia, pues se inauguró poco antes del asesinato del archiduque que dió origen a la Gran Guerra.

Niza

Álbum fotográfico «Niza» en Flickr.

 

Las décadas entre 1850 y 1914 son uno de los periodos más fecundos de la historia de Europa, favorecidos por vientos propicios en el arte, la ciencia, el desarrollo económico, confianza en el futuro y ganas de vivir. En España, la bella época se prolongó casi un par de décadas más, hasta la guerra civil de 1936, y por eso fueron posibles la Institución Libre de Enseñanza, la Generación del 27, Ramón y Cajal, Ramón Gómez de la Serna… Pero en Europa muchas cosas terminaron en 1914.

En la belle époque se consolidó el turismo como fenómeno social. El placer de viajar por conocer, por divertirse, por gastar dinero, por cambiar de aires, o por simplemente poder decir «yo estuve allí». Claro que hablamos de un turismo reservado a clases de cierta pujanza, lideradas por monarcas, nobles y businessmen de éxito. A la vista de la masificación que hoy hunde y trivializa lugares como Venecia, el Everest o el Taj Mahal, uno no puede dejar de añorar aquellos momentos de turismo reservado, de etiqueta, de dress-codes diversos para cada momento del día -el baño de mar, el cóctel, el baile nocturno, el picnic campestre…

Consolidado el turismo como actividad económica específica, Niza fue de las primeras ciudades en darse cuenta de su potencial y en hacer todo lo posible por atraer visitantes. Para uno de los más ilustres -la Reina Victoria de Inglaterra- construyó ni más ni menos que el Hotel Regina, edificio espectacular donde los haya, imposible de abarcar con la vista; un auténtico castillo residencial al que se dotó de los últimos adelantos en materia de calefacción, telefonía privada y correo postal entregable mediante tubos neumáticos en las habitaciones. Sabido es que, en sus últimos días de enfermedad, Victoria solía decir «si estuviera en Niza, me curaría».

Niza se posicionó como lugar de encuentro y belleza, abierto a todos, de pocos prejuicios y muchas virtudes. La primera, sin duda, la luz. La combinación de colinas al borde del mar y el fondo calcáreo de las orillas da a la ciudad una calidad y limpieza de luz que sólo habremos visto antes en Málaga, Cádiz o Nápoles, entre otras joyas urbanas mediterráneas. (Que sí, que Cádiz es mediterránea, qué demonios). «El invierno al sol» fue el reclamo publicitario de Niza: una promesa que sonaba a gloria para todos los europeos hartos de las brumas y nublados de París, Londres, Berlín, Viena y Moscú. ¡A Niza! Allí fueron todos los que se lo podían permitir; a pasear por su Paseo de los Ingleses, larguísimo marítimo jalonado de quioscos de refrescos y sillas azules donde sentarse frente al mar. Y a jugar en sus casinos, desde luego, también. El turismo de la belle époque no se entiende sin una cultura del Casino muy diferente a la de Las Vegas; juego y dinero, desde luego, pero ante todo con clase.

Niza, territorio mixto, tolerante, luminoso, vibrante y vivaz, siempre atrajo a los artistas. Dos de los más intensos de la era moderna, Matisse y Chagall, tienen en la ciudad hermosos Museos, que aunque no acogen sus telas maestras sí nos hablan de días felices admirando los amarillo mimosas, el violeta buganvilla, el rojo hibisco y el verde de palma, siempre con el azul hondo del cielo y nacarado del mar como referencia y contexto.

Niza está muy cerca, y es muy asequible. Yo volé por 48 euros ida y vuelta, y dormí en un buen hotel de Plaza Massena por 60 euros noche. Me tomé media docena de ostras fresquísimas en el Café de Turín, con tres buenas cervezas, por 30 pirulos. Sentí en Niza la misma borrachera de luz que en Nápoles o Calvi, como digo, y me reconcilié con una Francia que aquí es más tolerante, mixta e internacional.

¡Viajad a Niza! ¡El invierno, al sol!

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