Yo nací en 1960. Uno de los regalos que más apreciábamos los hermanos en aquéllos años de infancia era la caja de acuarelas. Venía a ser como un ordenador portátil de los de hoy en día, una especia de macbook de un metal mucho más basto que los actuales, no sé si aluminio o lo que fuera; una caja plana, en definitiva, que se abría con devoción para descubrir en su interior una paleta o repertorio -parecido también a un teclado por cierto-, en el que diferentes pigmentos sólidos aparecían ordenados y colocados sobre la superficie rectangular, en una rejilla de 4×7, o 3×6, o 5×12, según la potencia económica del oferente o si habías sido más o menos bueno durante el año para merecer una caja más espléndida.

Caja de acuarelas japonesa, Kuretake Gansai

 

Es buena la comparación de la caja de acuarelas con los ordenadores portátiles: en lugar del teclado, colores; y en lugar de la pantalla, solo el reverso de la tapa, una boba superficie blanca sin ninguna utilidad. Es fácil suponer que esa pantalla inexistente daba mucho más juego a la imaginación.

Centrémonos en el «teclado». La superficie principal de la caja de acuarelas ofrecía este repertorio de pastillas de colores en el que los nombres jugaban un papel primordial: azul cobalto, o de prusia; rojo vermellón; amarillo de cadmio; púrpura de tiro; verde esmeralda… Frente a esta paleta de pigmentos vírgenes, aún no tocados por agua o pincel, la imaginación del niño patinaba en superficie soñadora, y aprendía que lo esencial de la vida se manifiesta en los adjetivos: azules hay muchos, pero sólo uno es ultramarino; hay incluso muchos blancos, pero sólo uno es marfil; e incluso en el negro hay matices adjetivos: de hulla, de china, de obsidiana…

El niño que yo fui creció pensando que aquellos colores le acompañarían toda su vida, y jugaba a reconocerlos en los patios escolares y los libros de ciencias naturales.

Luego ese niño fue a la universidad, y estudió letras. En los textos del Infante Don Juan Manuel, San Juan o Fray Luis, o Cervantes o Quevedo -y sobre todo Góngora- los colores adoptaban formas epítetas rimadas y ritmadas, descriptivas y fabulosas. Los colores, en la literatura, tenían además un significado. No eran belleza pura: eran códigos, señales, claves para interpretar un mensaje más amplio.

Aquel niño comenzó a trabajar, y lo hizo en televisión. Un mundo en el que los colores quedaban reducidos a tres muy primarios -rojo, verde, azul-, y sólo interesaban sus combinaciones como método utilitario para conseguir una apariencia suficiente de realidad en la captación y transmisiones.

Fueron pasando años, y llegó la informática. Los colores se transformaron en códigos hexadecimales, en combinaciones de bits, en resoluciones de pantalla fáciles de reproducir. El pigmento sólido y arenoso de la caja de acuarelas se transformó en un destello eléctrico de pantalla, fácil de modificar mediante las instrucciones necesarias.

El niño, finalmente, soy yo, claro; hoy cincuentañero. Como yo, debe haber miles de congéneres contemporáneos que sepan perfectamente de lo que hablo.

Desde hace relativamente poco, y gracias a algunos libros que ahora voy a citar, me he dado cuenta del significado de los colores en la historia. Lo esencial es comprender que «colores» no siempre ha significado «matices de luz», o «tonalidades», sino algo mucho más material: «pigmentos», «sustancias», «mercancías».

Durante toda la historia de la humanidad, hasta el inicio del siglo XX y la generalización de los procedimientos químicos industriales e informáticos para producción de color, un «color» no era simplemente una tonalidad de luz, sino una sustancia pigmentada objeto de producción, mercancía, exportación y venta a precios que podían llegar a ser disparatados según el prestigio, el origen y la escasez de cada sustancia.

La lectura de estos libros hace comprender, por ejemplo, que un objeto como «Las muy ricas horas del Duque de Berry» -manuscrito cumbre de la iluminación gótica- fue admirado en su época no sólo por la calidad pictórica de sus miniaturas -que también-, sino también por su cantidad y calidad de pigmentos carísimos y dificilísimos de conseguir para producir determinados colores.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, hasta hace muy pocas décadas, un color no fue el resultado de aplicar un código informático a un documento online, o impreso. Cada color, durante siglos, fue el resultado de combinar pigmentos y sustancias animales, vegetales, minerales, alquímicas…- por los que la gente se jugaba la vida; por los que se dotaban y partían expediciones marítimas; por los que se entablaban batallas navales y comerciales; por los que se establecían leyes y reglamentos para gestionar su uso -en Roma, por ejemplo, nadie más que el Emperador podía utilizar el púrpura de Tiro.

El libro que me hizo descubrir todo esto fue «Psicología del Color», de Eva Heller, que curiosamente no tiene casi nada de psicología pero sí capítulos interesantísimos sobre la historia de los colores; su fabricación y usos en cada momento; su valor, cotización, aplicaciones…

Página de «Psicología del Color», de Eva Heller. En la página izquierda, algunos tipos de azul.

 

Otro librito que resulta una joya para comprender esta historia de los colores es «Las Vidas Secretas del Color», de Kassia St. Clair,, igualmente prolijo en anécdotas y documentación.

Página de «Las Vidas Secretas del Color»

 

Encarecidamente recomiendo a todos los ex-niños y niñas que alguna vez se hayan extasiado ante la visión de una caja de acuarelas recién recibida como regalo, y hayan flipado un poco con los nombres exóticos de los diferentes colores, que se den unas vacaciones inesperadas para leer las dos referencias anteriores, y aprender que si hoy un color es un código, hasta hace muy poco fue pigmento y sustancia objeto de comercio, una mercancía física similar a las especias pero destinada al sentido de la vista en lugar de al sabor. Los colores fueron átomos mucho antes de ser bits.

Sueño con una vida anterior en la que fui mercader de colores en Damasco, por ejemplo, en un siglo indefinido…

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