La grandeza de Alberti
Un azaroso paseo de domingo me llevó hasta la caseta de Berchi en la Cuesta de Moyano, donde encontré esta edición de los «Poemas del Destierro y de la Espera» de Rafael Alberti, editada por Caralt en 1977, hace ahora 40 años.
La lectura de Alberti sigue tocando profundamente, quizás más hondo con el paso de los años. La inmensa talla poética de Lorca, y su destino trágico, quizás han eclipsado durante algunas décadas la grandeza lírica de Rafael Alberti, que desborda a mares -como a él le gustaría- las páginas de este librito. Sin duda también la filiación comunista del poeta jugó su papel en contra de su universal reconocimiento como una de las escrituras más luminosas de la historia española. Y digo «española» con toda intención, pues si una cosa conviene recordar es que los poetas republicanos no consideraban que pronunciar la palabra «España» manchara sus bocas, sino todo lo contrario. La decían bien alto, al menos en la década de los treinta y cuarenta. Otra cosa fue cuando la propaganda franquista, clerical y falangista se apropió tan triste y casposamente del sacrosanto nombre, ligándolo quizás para siempre a la oscuridad cenicienta de los ministerios, el ideario fascistoide y el catolicismo más rancio. Pero insisto: Rafael, Federico, y hasta Antonio, pronunciaban la palabra con orgullo, era suya, era nuestra todavía.
Y no sólo pronunciaban la palabra: sentían la tierra. De ahí que el primer motivo poético de Alberti tras salir de España fuera precisamente ese: la sensación de pérdida, desarraigo: el Destierro. Motivo lírico que ha motivado páginas tan memorables como los «Tristia» de Ovidio o el propio «Poema de Mío Cid» -y hasta podría decirse que «En busca del tiempo perdido», de Proust, o «La metamorfosis», de Kafka, son elegías en prosa con el destierro, temporal o social, respectivamente, como temas centrales.
Hablaba antes de luminosidad. Sí; Lorca es más hondo, gitano y brillante. Sí; Cernuda es más inteligente, quizás. Sí; Ramón llevó el ingenio metafórico más lejos que nadie. Pero luminosa, lo que se dice luminosa, no hay poesía como la de Alberti. El mar y el cielo de Cádiz, reflejados mutuamente en un círculo virtuoso que lleva la luz al paroxismo, siguen siendo la sangre de sus bolis aún en el exilio. ¡Qué maravilla los «Versos sueltos del mar»!:
«Me siento, mar, a oírte. / ¿Te sentarás tú, mar, para escucharme?
«Gritaban: ¡Rafael! Y hasta podía / sostener en mi espalda los navíos.»
«Abrí la puerta. El mar / con tanta confianza entró en la alcoba / que ni el perro al mirarlo inquietó las orejas.» (¡qué fabulosa resonancia de copla andaluza!)
«Siéntate, mar, y vamos / a contarnos la vida a la luz de la lámpara»
Pero son versos escritos en el destierro:
«No me dijiste, mar, mar gaditana, / mar del colegio, mar de los tejados, / que en otras playas tuyas, tan distantes, / iba a llorar, vedada mar, por tí, / mar del colegio, mar de los tejados.»
Son versos escritos en el destierro, y con el recuerdo de la guerra demasiado presente:
«Aquel olor a inesperada muerte, / a soldado sin nombre y sin familia, / dando a los hormigueros de la tierra / quizás el mejor traje de su vida, / de la vera de un olmo / se me llevó el aroma de mi amiga.»
«La carta del soldado terminaba: / «Y hallarás el alba, amor, en esa noche / más sitio en las orillas de las sábanas.».
«Morir al sol, morir / viéndolo arriba, / cortado el resplandor / en los cristales rotos / de una ventana sola, / temeroso su marco / de encuadrar una frente / abatida, unos ojos / espantados, un grito… / Morir, morir, morir, / bello morir, cayendo / el cuerpo en tierra, como / un durazno ya dulce, / maduro, necesario…» ( ¡y cuánto de ese «necesario» hay en Neruda!)
Estos Poemas del Destierro, releídos hoy, tienen la gracia de ofrecernos al maestro Alberti luchando por impedir que la sombra del destierro, la tristeza de la guerra y la derrota, oscurezcan su visión luminosa de una España marítima, inocente, invulnerable:
«Cantan en mí, maestro mar, metiéndose / por los largos canales de mis huesos, / olas tuyas que son olas maestras, / vueltas a tí otra vez en un unido, / mezclado y solo mar de mi garganta: / Gil Vicente, Machado, Garcilaso, / Baudelaire, Juan Ramón, Rubén Darío, / Pedro Espinosa, Góngora… y las fuentes / que dan voz a las plazas de mi pueblo.» (Por cierto, ¡qué fantástica asimilación de Baudelaire a la poesía marítima y española, que apropiación indebida más bien traída, qué delicioso robo cultural, qué premonitorio espíritu de lo europeo!)
Y bueno, como el propósito de estas líneas no es de tesis doctoral, sino de estímulo de la lectura, os invito a leer el soneto «Para Aitana», su hija, con motivo de su 15 cumpleaños, que es todo aire y cariño. Y si no podéis leerlo de la foto de la página, buscadlo aquí.
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