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Repasando ideas sobre el debate electoral del lunes pasado, y una vez digerida la escasa proteína económica y social del mismo, caigo en la cuenta de que faltó un ingrediente esencial, quizás el más importante de todos. Con sus juegos de manos prestidigitadores (Mariano las esconde; Pedro parece decir «dádmelo todo; Pablo «te pongas como te pongas…») consiguieron llevarme al terreno dialéctico de la toma de partido o posición entre uno de ellos, pero ahora me doy cuenta de que ninguno mencionó el ingrediente en cuestión: la regeneración democrática.

Bueno, mencionar, lo que se dice mencionar, sí que se mencionó, pero dando por hecho que consistiría simplemente en un relevo generacional o de líderes en PP y PSOE, y nada en absoluto en Ciudadanos y Podemos, ya que llegan supuestamente vírgenes al matrimonio civil con sus electores.

Pero la regeneración democráctica, que fue uno de los temas claves del 11M cuando era movimiento y no partido, es algo mucho más profundo: reformar la estructura misma del sistema para que no puedan volver a ocurrir cosas como las que hemos visto en los últimos 35 años. Sí, porque la corrupción no es cosa de ahora. Ya en 1993, en el primer debate electoral de la democracia, el de Felipe y Aznar moderado por Luis Mariñas, el primero prometía «combatir la corrupción con todos los medios» si ganaba los comicios.

Debate-mariñas

 La regeneración democrática tiene dos claves irrenunciables:

1.- Listas abiertas. El elector debe poder elegir qué nombres sí y cuáles no le gustan de una lista de candidatos al parlamento o a cualquier administración. Incluso debe poder combinar candidatos de unas y otras listas. Sólo así los políticos mirarán hacia sus electores, pues su renovación, valoración y sueldo dependerá de ellos, y no del aparato de su partido. 

2.- Actualización de procesos democráticos al siglo XXI: hacia la democracia digital. No tiene sentido que en 2016 mantengamos un sistema de toma de decisiones políticas configurado en los siglos XVIII y XIX: circunscripciones, provincias, ley d’hont, cada cuatro años… El propio concepto y figura de «diputado» o representante es seguramente anacrónico a estas alturas. Hoy tenemos las herramientas y el conocimiento para posibilitar una democracia digital directa, en la que cada día nos desayunemos con las decisiones a tomar en materia de presupuesto, educación, defensa o lo que sea, y las despachemos como uno da likes o retuitea lo que sea. Decir que esto es un planteamiento frívolo es simplemente despotismo ilustrado. Si alguien es verdaderamente demócrata debe asumir sin rechistar que un paisano vote por internet lo que le salga de la entrepierna mientras se unta mermelada en la tostada. (O si no, hagámosnos abiertamente aristócratas, que es lo que en el fondo creo que soy yo, políticamente hablando, no por fortuna, claro).

En el debate pasado, ni listas abiertas, ni asomo de encaminamiento hacia la democracia digital directa, frecuente, rápida, informada. Al contrario: listas cerradas, control de los partidos, y perpetuidad del «vota cada 4 años y calla». No deja de ser ilustrativo, por cierto, que la clase política manifieste culpabilidad por haber causado unas segundas elecciones en el plazo de seis meses. Creen que a los ciudadanos no nos gusta votar, nos molesta tener que ir al colegio electoral. Dan por hecho que la democracia es un trance doloroso que sólo debe tener lugar una vez cada cuatro años, para que el resto del tiempo el ciudadano y la ciudadana puedan dedicarse a sus cosas, es decir, ver el fútbol, maldecir de la clase política, ir de compras y lamentar el machismo.

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