Ciervos-Nara

Nara fue la capital del imperio nipón entre los años 710 y 784. En la guía turística venía descrita como un lugar agradable, una excursión interesante desde la apabullante Kyoto. Como una hermana pequeña de Kyoto, vaya. También se la citaba como la cuna de la literatura japonesa; el lugar donde se inspiran sus mejores poetas. Y, por supuesto, hablaba de los ciervos amistosos que pululan por todos los parques buscando turistas que les den galletas y, si no, comiéndose sus mapas.

Se llega en tren desde Kyoto, en un grato viaje de 40 minutos. Uno va como de vacaciones dentro de las vacaciones, pensando que no hay mucho que ver, que por un día descansará de la obligación de patear templos deslumbrantes y jardines que cortan el aliento. La excursión a Nara se plantea como un asueto dominical en el que las fotos se harán con el móvil, no con la pesada réflex.

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Se camina desde la estación hacia el Parque de Nara, única atracción del lugar, o bien la que contiene a todas las demás. Poco a poco el paisaje se amansa en prados de yerba y arbolado que recuerda, no sé por qué, dehesas extremeñas. Quizás las familias de ciervos que empiezan a verse aquí y allá, buscando galletas o dormitando a la sombra, recuerdan a Cabañeros. Son simpáticos, exósticos, y una vez más habla muy bien de los japoneses el poco temor que tienen estos ciervos a los turistas, al género humano. No quiero ni pensar lo que durarían en la Casa de Campo madrileña.

Por aquéllo de aprovechar el día, nos metemos por un sendero que remonta una leve colina donde el arbolado es más denso y según el cartel hay un restaurante al extremo. Lo encontramos, y damos buena cuenta de una ensalada con granizado de naranja y café. Junto al restaurante hay un jardín botánico -el primero que vemos como tal, en un país que es todo jardín y plantas.

Después del jardín seguimos remontando el sendero, que ahora aparece flanqueado por grandes lámparas de piedra, pilares de granito con un enrejado de candil en su parte superior. Es el tipo de decoración de flanqueo que debería llevar a algún lugar importante.

Y en efecto, tras unos doscientos metros, se llega al templo budista Kasuga Taisha. La antigüedad del lugar impone; se adivinan tumbas de más de mil años, dispuestas en hórreos sui géneris tan sencillos y amistosos como todo lo budista. En el perímetro del templo viven aún monjas y monjes a cargo del cuidado del lugar y de la atención al turista, para quienes escriben hermosos textos sobre papel verjurado, utilizando pinceles y tintas tradicionales, con una caligrafía tan exquisita que incluso si escribieran «gilipollas» sería bonito leerlo.

Monjas de Nara

Llegados a este punto, uno piensa que sí que valía la pena venir a Nara. Es algo más que un parque con ciervos. Saca la réflex de la mochila y empieza a hacer fotos de mayor calidad. Consulta el plano de orientación y ve que hay un sendero que conduce a otros templos. Siempre dulcemente molestados por los ciervos insaciables recorremos el sendero, ascendiendo un poco más, y llegamos al complejo de templos de Tamukeyama. Una gran estructura armada sobre maderas centenarias, lo suficientemente elevada para ofrecer magníficas vistas de Nara, sólo oculta por la frondosidad de los árboles. En una de las dependencias del templo hay monjes impartiendo clase a jóvenes escolares, y por todas partes fuentes. Encontramos un granado, y al ver la fruta que da nombre a la ciudad más bonita de España nos sentimos un poco más como en casa.

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Desde luego que merecía la pena venir a Nara. Incluso empezamos a pensar si no deberíamos haber pernoctado aquí alguna noche.

Comenzamos el descenso, y de repente nos sorprende una gran proa de madera sobre los árboles. Aunque sólo se ve un pico, la enormidad desconcierta. Debe ser un efecto óptico, pensamos, prosiguiendo el descenso.

Así se llega al recinto del Daibutsuden. Rodeamos su pared exterior y pasamos por taquilla. Entonces, de golpe, nos encontramos con la majestuosidad del templo. Su enormidad destaca aún más por la ubicación en una explanada verde, por la que pululan turistas como hormiguitas. Sentimos la sensación de estar ante algo verdaderamente grande, y no sólo por el tamaño, sino por su forma, la armonía de la construcción, es especial. Daibutsuden es, de hecho, la mayor estructura de madera del mundo. Ha sido reconstruída varias veces, tras diferentes incendios, pero aún respira historia.

Aún no conocemos el Taj Mahal, pero la sensación ante Daibutsuden, no sé por qué, nos lo recuerda. Quizás por la explanada, concebida para destacar la perspectiva. Quizás por su forma perfecta, su proporción áurea.

Templo-Nara

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En el interior, una estatua de Buda de dimensiones igualmente fabulosas, y columnas como secuoyas, y escaleras vertiginosas: un espacio que parece soñado por Piranesi en un sueño de madera vegetal y no de piedra; una catedral gótica de madera; un arca de Noé de hace mil años varada con su Buda sonriente en el Parque de Nara.

Ya no dudamos que merecía la pena venir a Nara. Entonces lo que pensamos es que Nara es como tantas otras cosas en la vida, como las mejores de ellas: humilde al principio, acogedora siempre, deslumbrante al desplegar toda su belleza.

Los viajes a ciudades o países que en principio no nos llaman la atención suelen ser los mejores. Las personas que se cuelan en nuestras vidas discretamente, sin hacer apenas ruido, sin presumir, al cabo de los años son los mayores tesoros. No busques lo más famoso: deja que lo más modesto te sorprenda. La belleza no se encuentra; es ella la que te busca, y ojalá tengas los ojos y el corazón bien abiertos cuando lo haga.

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