El Viaje a Japón, 3: Tokyo / Kyoto
Tokyo es la capital actual de Japón; una megalópolis de casi 20 millones de habitantes; una ciudad moderna y relativamente nueva, abierta al mar, poblada de rascacielos impresionantes y también de algunos barrios de casitas bajas y pequeños jardines. A su pesar de su dinamismo, es relativamente silenciosa y tranquila. El gusto de los japoneses por el silencio; el uso muy extendido de coches eléctricos y bicicletas; la aversión al claxon y la organización general hacen que el tráfico sea fluído, incluído el peatonal, que en grandes estaciones como Shinjuku o Tokyo Central es verdaderamente impresionante por su magnitud. No en vano uno de sus símbolos turísticos es el paso de peatones de Shibuya, la famosa diagonal en la que se cruzan cada treinta segundos dos ejércitos de peatones que parecen listos a librar batalla y siempre terminan por pasarse de largo.Es una ciudad de las que vive 24 horas al día, al menos en ciertos barrios centrales, donde uno siempre puede encontrar un cuenco de noodles, una copa o un plato de sushi. Dada su densidad, su superficie horizontal y vertical está ocupada por todo tipo de anuncios, paneles publicitarios, comercios, avisos… Son muy frecuentes los edificios de cuatro o cinco plantas con un bar o un restaurante en cada una, y los grandes rascacielos siempre tienen varias plantas igualmente dedicadas a tiendas y hostelería, con algunos miradores impresionantes en altura.
Kyoto fue la capital hasta 1.868. Es una ciudad acunada entre colinas lo suficientemente altas como para impedir el desarrollo en extensión más allá de sus límites; estas montañas la rodean y protegen, aportando además un fondo de escenario espectacular para las fotografías. Tiene pocos rascacielos, y muchísima menos población que Tokyo, apenas un millón y medio de habitantes. La estructura de la ciudad reproduce aún su historia, con el Palacio Imperial en el centro y a su alrededor el castillo de protección y diversos barrios de oficios, profesiones y servicios. No tiene mar, pero sí un río que la divide de norte a sur y en cuyas márgenes se asientan algunos de los barrios más interesantes de la ciudad. La belleza de Kyoto no es contemporánea, sino histórica. La cantidad, calidad y variedad de sus templos y jardines -muchos de ellos situados en las suaves laderas del contorno, como el impresionante Kyomizu-Dera o el hiperatestado Pabellón Dorado deja boquiabierto al visitante. Imaginaros una Granada rodeada por 50 colinas, y en cada una de ellas una Alhambra diferente. Así es Kyoto.
No sólo los templos: algunos barrios -sobre todo Gion- tienen una poesía indescriptible, con sus hileras de casitas bajas en madera, patios interiores y comercios de artesanía. Es también una ciudad tranquila, como en realidad lo es todo Japón. De día, algunas de sus zonas turísticas están verdaderamente masificadas, con hordas de visitantes entre los que abundan los chinos y los coreanos. También muchos japoneses la visitan con reverencia y orgullo histórico. Las jóvenes asiáticas se lo pasan bomba disfrazándose de «Maiko» (aprendiz de geisha) en grupos de dos o tres, y recorriendo las zonas antiguas haciéndose miles de selfis. Prosperan los estudios fotográficos que ofrecen el servicio integral de vestido, peinado y maquillaje Maiko y una o dos horas de reportaje profesional. Al principio uno cree que estas turistas disfrazadas son «Geikos» (las geishas profesionales), y luego se entera de que en todo Kyoto sólo quedan 31 Geikos y apenas 140 Maikos «profesionales» y homologadas. En los barrios donde «operan» las geishas hay también «cazageishas» fotográficos, que aguardan horas en las puertas de restaurantes donde hay lujosas berlines negras de cristales ahumadas porque han oído decir que «dentro hay una geisha auténtica».
En Tokyo no hay geishas. Las jóvenes amigas se disfrazan de personajes de comic («gothic lolitas», o tules inverosímiles sacados de las fantasías alucinatorias más intensas de una Hello Kitty fumada), o simplemente se visten igual, con zapatos iguales y los mismos atuendos. Caminan del brazo contándose cosas, divertidas, en su mundo. Notan que despiertan atención y eso las hace felices, naturalmente, pero no cruzan la mirada con el transeúnte, al menos con el occidental. Esto también es así en todo Japón; es rarísimo que una mujer mantenga el contacto visual directo con un hombre más allá del imprescindible para calcular el itinerario de paso o evitar un choque. Y sin embargo, uno tiene la impresión de que son perfectamente conscientes de nuestra presencia. Es como si nos vieran con un sexto sentido fascinante e improbable.
Conversación en Asakusa, Tokyo
En Tokyo predominan las mujeres normales. Visten con bastante sencillez -como los hombres, con algunas excepciones-; a veces da la impresión de que su vestuario procede de grandes almacenes de los años sesenta o setenta; todo parece «fondo de armario», con un levísimo toque Audrey Hepburn. Hacia las diez de la noche alguna camina por los corredores del metro haciendo sutiles eses que revelan demasiada cerveza o sake con los amigos. No son Maikos, desde luego, ni Geikos, pero son arrebatadoramente enternecedoras en su sencillez mágica.
Kyoto se transforma al caer la tarde. Las calles por donde circulaban legiones de turistas comprando artesanía y fotografiando geishas se quedan vacías. En cuestión de dos horas, no se ve un alma. Las tiendas cierran con tapas de madera que ocultan hasta el día siguiente sus mercancías coloridas. Desaparecen los puestos y carricoches donde nos ofrecían granizados de colores, cuencos de noodles o sushi para llevar. En la oscuridad de la noche, las calles se transforman en corredores solitarios con pálidos faroles de papel colgados en las puertas y crípticos letreros en japonés, imposibles de descifrar por nosotros. El cambio es tan repentino e intenso que da miedo. Uno siente un vértigo de pesadilla, arrojado desde el paraíso de la belleza histórica y la algarabía viajera al silencio tenebroso de la noche en Kyoto. Piensa que todo ha sido un sueño, que la ciudad es un decorado y a las 7 pm termina su show. Se hace realmente angustioso encontrar un restaurante para cenar. Donde Tripadvisor asegura que hay un magnífico establecimiento de gastronomía tradicional sólo se ve una casa de madera sin ventanas y una cortina con signos «kanji» (los jeroglíficos japoneses). ¿Entrar? ¿Qué menú, qué precio? Como además ya sabemos que los japoneses no se distinguen por su dominio del inglés, lo más probable es que si entramos sólo podamos mantener un brevísimo diálogo de besugos con un maitre que está deseando que nos vayamos cuanto antes. En alguno de estos sitios salen a nuestro encuentro, si cruzamos el umbral, alarmados y haciendo el gesto japonés de cruzar las manos en aspa: cerrado, no pasar, no avance. En otro avistamos por una rendija una barra en la que varios chinos gordos y colorados beben cerveza alrededor de una chica disfrazada de Maiko. Al final, cenamos en un Burguer King.
Al día siguiente, Kyoto vuelve a ser la ciudad de luz, color e historia que recordábamos. Pero el poso de amargura de la noche ha hecho efecto. Ya no vemos los templos y jardines como los de una ciudad, sino como los de una producción teatral. Magníficos, desde luego, pero impersonales, ajenos, sin alma.
Regresamos a Tokyo hambrientos por hundirnos confiadamente en su sencillez contemporánea, y no echaremos de menos para nada la dotación histórica de la vieja capital del imperio. No queremos geishas; nos bastan las tokyotas que pasan a nuestro lado calzadas con ballerinas y con la cara lavada. Tampoco queremos alta gastronomía, aunque nos digan que son platos que hicieron las delicias de los más exquisitos emperadores y que costaban el sueldo de veinte funcionarios y soldados de Palacio. Nos basta con subir a la terraza del Park Hyatt y tomar una ensalada de cangrejo y una copa de vino; eso sí: fascinados por el océano de luz nocturna y su reflejo en las nubes bajas. Una banda de jazz toca «Unforgettable», y entonces lo sé: soy mucho más de Tokyo que de Kyoto.
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