Yo nací, perdonadme, con la tele

Estaba allí, cuando mamaba, y ella también

balbuceaba sus primeras emisiones, con interferencias.

Crecimos juntos. Me quedaba dormido

debajo de la cama de mis padres intentando esquivar la prohibición

de verla, fugitivo del lecho infantil, fascinado por la luz

de su señal en el salón familiar, a oscuras.

Con ocho o nueve años, mis padres desistieron, y fui admitido

en el salón donde Los Invasores, Maxwell Smart y Barry Ryan

desplegaban su magia crepuscular y hegemónica, su sesión de hipnosis

cotidiana, su fantasía. ¡Qué placer, dios, qué gloria bendita

cuando la peli tenía dos rombos! El símbolo de la censura

funcionaba en realidad como reclamo comercial, y todos, en el salón,

al ver aparecer los dos rombos, nos agitábamos, contentos, excitados;

“esto promete”, pensábamos. Si sólo había uno, bueno,

transigíamos, a ver qué tal, y si la peli no tenía ni un sólo rombo,

vaya mierda, pero de todas formas la veíamos porque en el aquel tiempo

en verdad, en verdad os digo, no había más canales para zapear,

ni ninguna otra cosa que hacer, eran lentejas audiovisuales, las tomas

o te vas a dormir. Llegó 1969, y estaba yo durmiendo

en Málaga, en el Pasaje de Antonio Barceló Madueño, en Villa Luna, precisamente,

cuando mi padre me despertó: “’¡Alberto, ven!” –me dijo- “el hombre ha llegado

a la luna”, y con una mezcla de sueño, interés, legañas y ganas de hacer pis

ví como Neil Armstrong daba un pequeño paso para él, pero de gigante

para la humanidad. Tenía 9 años, yo, y era parte de ella, todavía.

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