Yo creí que cuando me muriera

se acabaría la burocracia, pero no.

Después de morirme, lo primero

que ví, fue una cola larguísima; miles

de almas pálidas, descalzas, aguardando

sobre las nubes; algunas sentadas, otras semidormidas,

y algunas había que pedían al de atrás guardar el sitio

y no sé a dónde iban, pero desaparecían

un rato, no sé, quizás a comprar un bocata.

«Empezamos bien», pensé, fue mi primera idea

como espíritu, «empezamos bien», más burocracia.

Pero bueno, como era la eternidad, tampoco

había gran cosa que hacer, así que esperé, en mi turno,

tranquilo. No había wifi, y además no tenía batería. Miré mi esmarfon

con una rara mezcla de ternura y desprecio; más ternura que desprecio.

¿Para qué me servirá, ahora que estoy muerto? No puedo llamar a nadie,

no puedo recibir mensajes, no hay tuits en el limbo, y no voy a publicar

«¿cómo estás? – muerto». Así que lo tiré al suelo, perdón, a las nubes,

y cayó, cayó, y menos mal que la mayor parte de la tierra está cubierta

de océanos, porque si no podía haber matao a alguien.

Joder, espero que no me haya visto nadie, pensé, también,

a ver si por esta tontería de tirar el móvil me van a mandar al infierno.

Pero no había vigilantes en la cola, o al menos visibles. De vez en cuando

pasaba un convoi de arcángeles, rapidísimo, sonando las sirenas,

y nos apartábamos un poco; sin duda llevaban

gente importante. Pero vigilantes, no, no parecía que hubiera.

A ver, sin móvil, y muerto, ¿qué podía hacer para pasar el rato? Pensar

era lo único, y además me convenía

preparar bien el momento de la entrevista

con San Pedro, ya que seguramente

sería rápida, él estaría ocupado, liado, estresado,

y apenas tendría dos o tres minutos eternos para hacer

el pitch elevator que me propulsara al cielo, o bien, horrror, horror, no,

al infierno.

Siempre se me han dado bien las presentaciones.

Soy un tipo de marketing, un comunicador, tengo bonita voz.

Según avanzaba la cola repasaba en mi mente -ya sólo algodón de alma-

mis argumentos para ser admitido en el Paraíso.

La verdad es que acojonaba un poco, según nos acercábamos,

ver que los suspensos eran lanzados nube abajo hacia los pinchos tenedores

de diablos rojos y negros y veloces y los muy cabrones les pinchaban por el culo

y se los llevaban volando hacia abajo, y desaparecían en menos de un segundo eterno.

Pero bueno, suponía yo, eso les pasa por no tener formación, a saber

qué habrán hecho, además, tenía una gran seguridad en mí mismo, como siempre.

Al cabo de una eternidad (qué tontería verdad, medir el tiempo en eternidades)

llegó por fin mi turno. San Pedro es

tal y como lo pintan los libros de texto: barba blanca, manto blanco, un gran llavero

colgando del cinto, y un mando a distancia

encima de la mesa donde despacha. Tiene un tablet blanco (aunque parecía android),

y apenas me mira a los ojos mientras me dice: «Alberto Goytre… aquí está… ¿es usted

pariente de Alberto Goytre, el que fue Técnico del Ministerio de Hacienda?». «Sí», le digo,

«era mi tío. Todos los Goytres somos parientes, más o menos». Supongo que la referencia

de mi tío me ayudará en el trance, no sé por qué, era buena gente, seguramente por eso.

San Pedro permanece callado los treinta segundos eternos siguientes, mientras

manipula su tablet. «Goytre es con y griega, ¿verdad?», dice, finalmente, «sí», digo yo, aliviado.

 

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