De pequeño, me aterrorizaba

la silueta de mi demonio,

recortada contra la luz del pasillo y la puerta semiabierta

del dormitorio infantil. Me tapaba

hasta las orejas, temiendo que me mordiera.

De adolescente, pensé que era él

quien me torturaba en el laberinto de los besos perdidos,

quien impedía a Sonia bajar a jugar conmigo.

Mi adolescencia fue larga, por cierto.

De joven salí a buscarle y alquilé

todas las películas de terror habidas y por haber.

Me hice un gran experto del género gore, fantástico, una autoridad

en materia de decapitaciones cinematográficas y sierras eléctricas.

¡Qué buen recuerdo tengo de aquéllas noches

en mi apartamento de Viriato, solo, con la ventana abierta,

viendo Jakob’s Ladder, Henry y Twin Peaks!

Es cierto que de tanta peli luego me daba miedo dormirme, pero

lo pasé muy bien. Me dije: “¿y por qué no escribo yo

una peli de miedo?”. Y me puse, y escribí “Alguien más”,

novela inacabada que empieza así: “Hay alguien más,

pero también soy yo.”. Así llegué a los 30.

Entonces me fui a Francia. Mi demonio se vino

conmigo. Aprendimos francés, engordamos comiendo

buenos quesos y bebiendo buen vino. Mi demonio conoció

otros demonios europeos, bastante menos graciosos,

secos, puntuales, nazis, impasibles, impenetrables.

Lo que no mata, engorda, le dije a mi demonio, así que

cómprate pantalones nuevos. Después de 5 años en Lyon

volvimos a España. Mi demonio se había quedado

calvo, y los pelos horrorosos de su nuca erizada

habían perdido vigor. También el brillo sanguinario

de sus ojos de serpiente parecía más tenue, más flojo.

Volvimos a Madrid, como decía, y compramos una casa.

Se puso muy contento, mi demonio, pues ya estaba

un poco cansado de andar de aquí para allá. Cuando nos dieron las llaves,

había que verle, como un niño, recorriendo todas las habitaciones,

abriendo los armarios, buscando los rincones

perfectos para acurrucarse y asustar y dar miedo, mucho miedo.

La casa, desde luego, es muy bonita, tiene piscina.

Mi demonio se daba largos baños en las noches de verano,

y luego venía a la habitación para tenderse

a los pies de mi cama y asustarme un poco, claro.

El barrio tiene bares, muchos bares. Sólo nos teníamos el uno al otro,

así que hemos bebido bastantes cañas juntos estos años.

Ahora tiene achaques. El otro día se le rompió

una uña de su garra tenebrosa, y fuimos a urgencias.

Yo le tranquilizaba, le acariciaba el lomo de escamas negras, le decía

“no te precoupes, es un buen hospital, no pasa nada, todo irá bien”.

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