El frío
Alberto, ¿recuerdas el frío? ¿Recuerdas lo dulce que fue recorrer Madrid en las noches de invierno u otoño, con el estómago bien caldeado por unos vinos dulces, o por anís cuando éramos aún más jóvenes, recorrer la Plaza de Oriente, caminando junto a los setos, mucho más feliz que los conductores desesperados que pitaban en sus latas sólo para desahogarse? ¿Recuerdas lo libre que eras, lo solo que estabas, lo feliz que eras?
¿Recuerdas cómo no sabías distinguir si estabas desesperado o radiante de dicha, si la fuerza todopoderosa que te empujaba a caminar avenidas arriba, calles abajo, parques, bulevares, aceras, patios, todo, andenes del metro, el Retiro de noche, recuerdas que ahora mismo no podrías decir si tu desesperación era auténtica o sólo un pretexto para caminar de noche, en Madrid, bajo el frío? Hace sólo unos años, pero es otra era, otro período glacial el que estás evocando. Las fosas del calendario son poco profundas en comparación con las de la memoria.
¿Recuerdas tus largos paseos por la Castellana, mirando a los áticos, enamorado de no se sabe quién, ni por qué, ni si seguramente ésto era también una excusa únicamente para pasear bajo el cielo naranja de Madrid nublado y frío? ¿Y lo feliz que eras al entrar en un bareto de aluminio y cortezas, con la tele puesta, y pedir otro vino dulce, o una manzanilla caliente, y dejarte mirar por los borrachos abisales, y por alguna pareja de jóvenes universitarios que bebían en la esquina, concentrados en su discusión de amantes? En una época te parecieron otro mundo, el mundo en el que tú hubieras querido vivir de mayor, un universo de libertad y buhardillas alejado de las ruindades, todo esplendor, todo libros, todo música. Más tarde, ahora, ves a la misma pareja y sigues pensando algo parecido, pero hacia atrás; es como si hubieras pasado demasiado deprisa por aquélla época de tu vida y no te hubiera dado tiempo a detenerte en las buhardillas del paraíso. Qué más da, qué importa. Sigues teniendo el frío, y a Madrid en el corazón.
El frío te salvó la vida en alguna de tus borracheras inconmensurables, cuando mezclabas hashís, tristeza, soledad, ron y misticismo, y felicidad a mantas. Eras tan feliz que bebías hasta derrumbarte, y en alguna de esas llegaste a sentirte tan mal que instintivamente buscaste el cuarto más frío para sentarte bajo el lavabo y sentir el frío de las baldosas en el culo, el frío de la pared en la espalda, el frío del alicatado en las mejillas. El frío te hablaba con su lenguaje maternal y eficaz, mucho más sincero entonces que un calor que sólo hubiera podido asfixiarte.
El frío perfumado, el frío cargado de olores -humos, árboles, entre otros, pero el aroma del frío es particular: es el suyo propio: el frío no se limita a transportar los olores de otro, tiene el suyo propio, uno que viene de las sierras blancas donde vive el frío de Madrid, al revés que nosotros, que vamos a buscarle a las montañas. Cuando se camina por la calle Fuencarral, a las tres de la noche, solo por las aceras de cines cerrados, solo con los regaderos y todavía alguna pareja (qué deliciosa es Madrid, dios) besándose en un banco, el olor del frío es inconfundible. Entra en el alma y limpia el espíritu como cuando las madres diligentes abren todas las ventanas de la casa para dejar que el frío las lave con más eficacia que cualquier plumero.
Madrid está al sur de la sierra desde donde el frío llega regularmente, limpiando su aire casi todas las mañanas y decorando las noches de estrellas que ya no se ven en otras ciudades. Bienaventurados los que hayan conocido el frío en Madrid, porque saben lo que es vivir. Bienaventurados los que hayan paseado por el barrio del viaducto en las noches de invierno, porque han visto a Dios. Bienaventurados los hijos del frío, porque su espíritu será claro y sus palabras transparentes.
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