El final
No pienses que el final
es una explosión, un golpe de orquesta,
fuegos artificiales, un telón
de terciopelo cayendo graciosamente
mientras rugen ovaciones. No habrá «The End»,
ni lágrimas del público, ni declaraciones
emocionadas a la salida del auditorio,
ni grandes titulares, ni siquiera
probablemente un breve; no será noticia.
No: el final llegará día a día,
confundido casi con el mismísimo inicio,
oculto entre las ropas del bebé,
igual que el silencio se oculta en el sonajero.
El final es paciente: sabe que sólo tiene
que esperar su momento; deja hacer,
no tiene prisa, observa incluso con diversión
los movimientos de la vida arriba y abajo,
los cambios de mueble, de pareja,
de médico, de dieta, de costumbres, de vida.
Sabe esperar; por eso es el final.
Con algo de ternura incluso se entristece
cuando ve que las muecas y sonrisas se hacen
escasas y el movimiento se apaga.
Diríase entonces que detesta su papel,
que preferiría ver eternamente el baile
de mudanzas y posturas de cada cual -pero
inexorablemente llega el final.
Sin grandes aspavientos, sin anunciarse,
por puro agotamiento
de los actores, y no porque concluya la trama.
Por eso el final rara vez tiene sentido,
y si lo tiene es pura coincidencia.
El final espera en silencio que todo el mundo
se calle, que los niños se duerman,
que las parejas se den la espalda
en la cama, que nadie tenga nada
que decir, ni ganas de escuchar.
Espera que la luz disminuya, que la música
se oiga cada vez más lejos, que incluso los recuerdos
se vuelvan borrosos, y aún así espera
un poco más, por si acaso algo le diera oportunidad
de seguir esperando. Entonces, cuando se aburre demasiado
se levanta, sacude el polvo de sus rodillas,
apaga la luz, se asegura de que las ventanas quedan bien cerradas,
abre la puerta, y se va.
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