Del posicionamiento en la mente al ranking en buscadores
En 1969, Jack Trout publicó el primero de una serie de artículos que poco después evolucionarían a libro, para después transformarse en éxito de ventas, y luego en doctrina. “Posicionamiento: la batalla por su mente”. Las obras de Trout, escritas más o menos al alimón con su jefe, Al Ries, están magníficamente vertidas al castellano y son divulgadas por Positioning Systems; en España es Raúl Peralba su más claro y autorizado intérprete, por lo que es más que recomendable su blog.
La teoría del posicionamiento resulta entretenidísima en audiolibro: recomiendo encarecidamente la escucha de “The 22 Immutable Laws of Marketing”, de Trout y Ries, disponible en Itunes. Pagadlo: vale lo que cuesta. Los autores proceden con una mezcla de desenfado, sentido común y capacidad doctrinal que a partes iguales sorprende y convence.
Primera ley inmutable del marketing: Es mejor ser el primero que ser el mejor. Dicho de otra manera: el ranking es la verdad absoluta. No vale de nada demostrar reales o supuestas superioridades de producto, calidad o prestaciones: si no eres el primero, eres un perdedor. Lo está confirmando estos días Vicente Del Bosque, cuando comenta, en sus múltiples recogidas de premios, que le alegra mucho que siempre valoren la humildad, la abnegación, el juego limpio y la capacidad de sufrimiento de su Selección, pero que sabe que si no se hubiera traído la Copa del Mundo todas estas cualidades pasarían bastante desapercibidas. Junto a la Copa, quedan bien. Sin ella, ni se ven.
No hay nadie mejor que el primero. Por tanto, la segunda ley establece que si no eres el primero en una determinada categoría, debes inventar una categoría en la que sí lo seas. Y naturalmente construír sobre ella tus argumentos de venta.
En su vertiente más psicológica, la teoría del posicionamiento establece que lo importante no es lo que seas, sino lo que los demás creen que eres. El prójimo tiene muy poco tiempo para análisis; vive –vivmos todos- al día, aceptando sin más primeras impresiones e ideas simples que –debidamente compartidas y avaladas por nuestro entorno social, familiar y laboral- nos sirven para desenvolvernos, liberando espacio para pensar en lo que verdaderamente importa: cuál será la combinación ganadora del bonoloto, si renovará Guardiola o si se marchará Mourinho, cuál es el color de los zapatos que más nos favorece.
Por tanto, a la hora de tomar decisiones de compra simplemente elegimos, si nos lo podemos permitir, la opción número 1 del bien que sea. Si no nos la podemos permitir, no pasa nada: habrá una categoría más asequible con un número uno debidamente posicionado.
Este mismo principio psicológico justifica el SEO. Lo único que varía es el método de lograr la posición número 1. Hasta ahora se ha conseguido mediante campañas publicitarias, acciones de calle, responsabilidad social, patrocinios deportivos o culturales… Todo ello en salvaje competición para conseguir fijar en nuestra mente la marca número 1 de cada categoría de objetos o servicios por los que en un momento determinado estaríamos dispuestos a pagar.
Pero ya no tenemos mente. Ahora Google piensa por nosotros. Si queremos saber quién es el primero en una categoría no hay más que teclear sus palabras clave en el cajetín blanco de la página blanca. Y hop! Ahí está la lista. Al lado del (supuesto) número 1 “real” revolotean los pálidos espectros SEM, enjaulados en tablas de fondos de colores desvaídos, o marginados en barras laterales desde las que miran envidiosos y tristones al verdadero Rey, al auténtico Sheriff, al Number One absoluto y verídico: aquél que encabeza la lista de resultados no patrocinados.
Las antiguas categorías de la teoría del posicionamiento son ahora secuencias de búsqueda o combinaciones de palabras clave. El SEO es el resultado de un paroxismo de categorización derivado de la capacidad de cada individuo para inventar categorías de manera casi inconsciente, privilegio que antes era exclusivo de los estrategas de marketing. En lugar de imaginar y diseñar nuevas categorías para sus productos segundones, ahora lo que hacen los pobres es correr detrás de las frases más tecleadas por los consumidores internautas, intentando anticipar sus combinaciones de palabras clave y analizando sus tendencias semánticas, para a continuación diseñar su identidad virtual de forma que se adapte lo mejor posible a esas búsquedas.
¡Qué grandísima ironía, qué magistral lección de la historia de la cultura: cuando todos auguraban el siglo XXI como el de la muerte de las letras y la hegemonía absoluta de la imagen, resulta que la economía y el comercio pasan a depender cada vez en mayor medida de complejos sistemas de análisis verbal, que a su vez dependen del razonamiento y las decisiones que llevan a un individuo a escribir tres o cuatro palabras en un formulario simple a más no poder! ¡Qué admirable obstinación natural y desinteresada de la palabra para demostrarnos que sigue siendo dueña y señora de nuestro pensamiento y vehículo primordial de las relaciones humanas y sociales!
(Además, esta revancha del verbo (no olvidemos que en el principio ya era él mismo…) es simultánea a otra si cabe más cruel: en plena apoteosis del rich media, del 3D y la High Def, surgió como vehículo de comunicación arrollador una herramienta que simplemente te da 140 caracteres para decir lo que tengas que decir… Puede que una imagen valga más que mil palabras, pero en Twitter 140 caracteres bien manejados pueden suponer una fortuna).
A lo que iba: la publicidad post-posicionamiento olvidó las excelencias del producto: sólo importaba el primer lugar en la percepción del usuario. Si esta percepción se correspondía o no con la realidad, poco importaba. Así funcionamos, y así debía funcionar la comercialización. Y ahora damos otra vuelta de tuerca: ya no importa tampoco que la primera posición se aloje en nuestra mente. Es suficiente con que lo sea en buscadores.
Ojo: ¡nadie entienda el más mínimo atisbo de amargura o integrismo primitivista en lo que digo…! Me limito a constatar los hechos, como diría.. ¿Guillermo Brown, era?
Para cerrar la reflexión, El Bulli. Un cocinero genial abre un restaurante geográficamente casi inaccesible en un rincón del mediterráneo. No hace publicidad. Da bien de comer y deslumbra con creaciones originalísimas y con una atención esmerada que hace a cualquier comensal sentirse príncipe de la gastronomía. En un par de décadas alcanza el número 1 en todos los rankings de publicaciones especializadas del sector. De todo el mundo, gracias a las relaciones públicas y a la prescripción (que, de acuerdo, terminan siendo formas de publicidad) acuden comensales a maravillarse en Cala Montjoi. Recordar que este tipo de cosas siguen siendo posibles hace que uno no pierda pie en la realidad.
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