Otras veces, en las tediosas siestas, Mini comenzaba a pasearse por mi espalda, de puntillas, recorriéndome las vértebras como una patinadora o bailarina, y atravesaba mis piernas, jugando a mantener el equilibrio como si cruzara un puente: si se caía me despertaba al golpear bruscamente el envés de mi rodilla o el tobillo, pero yo fingía seguir durmiendo: entonces, de pie sobre las sábanas, ascendía entre mis muslos muy despacio, permaneciendo inmóvil en algunos tramos, haciéndome perder su localización por el tacto, hasta que reaparecía súbitamente cerca de las nalgas, a donde se encaramaba, y donde, viendo que yo me empeñaba en lironear, comenzaba a saltar como en cama elástica; entonces sí, finalmente, abría los ojos y me giraba, evidenciando la erección producida por su paseo por mi anatomía, para que ella sopesara el calibre y continuara su juego. O si no, la dejaba acercarse hasta casi mi cara, y cuando la sentía cerca con un movimiento inesperado la apresaba, elevándola y amenazando con comérmela: parecíamos el Saturno Devorando a sus Hijos, aunque naturalmente ella siempre permanecía entera, a pesar de que yo la montaba sobre mis labios, abriendo la boca para crear un pozo bajo sus piernas, que recorría con el extremo de la lengua hasta que, vencida, caía sobre la cara y me abrazaba la cabeza como si fuera el bicho de Alien, con las evidentes diferencias.

 

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