Una tarde, en mi ausencia, desenterró de mis cajones mi alijo de pornografía, una decena de revistas con las que tenía la costumbre de entretenerme de vez en cuando. Mini las había extendido todas sobre la moqueta, y cuando llegué procedía, tumbada y reptando sobre ellas, a hojearlas con curiosidad: cualquier español medio sabe lo que se siente cuando le descubren su colección de pornografía, uno de los momentos, junto a la boda y la jubilación, más unánimemente temidos y que intentamos distraer con mil y una artimañas, de las que la más burda es la conocida actitud «pues que la descubran, ¿y qué?», y la más estúpida deshacerse de la colección, pronto moralizante que una vida entera no basta para lamentar, pues después de la vecina que no echa las cortinas para vestirse, la dependienta del despacho de lotería cuando uno lleva más de tres en la primitiva, y la camarera que hace la vista gorda cuando la engañamos sobre el número de cubalibres que hemos consumido, raramente llega uno a encariñarse de forma tan curiosa con unas formas femeninas como lo hace con alguno de estos seres de papel particularmente comunicativos, que ofrecen sus encantos sin pudor alguno para deleite de tantos, con pícara sonrisa y un guiño en la mirada, y, puesto que no soy excepción, tal era mi caso, de forma que al ver a Mini hojeando mis tesoros quedé sin habla, helado por una mezcla de indignación, estupor, vergüenza y expectación, que ella resolvió rápidamente diciéndome «ven, mira, acércate», lo cual hice, sentándome a lo indio cerca de ella, que se tumbó al lado de una de las fotografías, precisamente una de mis más queridas, imitando endiabladamente bien la pose de la modelo, y acariciándola, pues era de su mismo tamaño, para gradualmente entregarse a un vaivén de caricias sobre el papel, al tiempo que se desvestía: pude ver el calor encendido en sus mejillas cuando quedó desnuda y besaba, acariciaba y estrechaba en abrazos imposibles a las mujeres estáticas, dramáticamente inmóviles en su prisión fotográfica, y recorría con sus labios la plana anatomía de las chicas; por último, se tendió sobre la revista, entre dos páginas, con dos gemelas fotográficas como damas de honor, y llevó su diminuta mano al centro de su persona, abriendo su eje como una flor, fotograma a fotograma, y alcanzando su gusto ante el atónito candor de las muchachas fijas, que me miraban como tantas veces, quizás con algo más de ilusión, aunque esto no era posible, si es que había algo imposible en tal momento y lugar, cuando Mini llegó al cénit canturreando gemidos leves como el canto de los vencejos cuando se pierden en la altura de las tardes de Agosto, como además era el caso, para después relajar su tensión y quedar, ella también, inmóvil, perfecta, simulando dormir, sobre la página de colores.

 

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