Mini, 3: El Baño
Desperté, y me entretuve situando mis ojos en la línea de tiro de los canales de luz que perforaban la persiana; arrojado desde el mar del sueño a las orillas de la realidad, tumbado sobre la frontera aún unos minutos, antes de incorporarme, mientras las leves olas de lo inmaterial me acariciaban los pies, tuve súbitamente la sensación de que olvidaba algo, como si hubiera confundido el día de la semana, no fuera domingo y tuviera que estar trabajando, o como si hubiera perdido la cartera, con las tarjetas de crédito, y cada minuto que pasara fuera un minuto más de que disponían los ladrones para comprar alegremente electrodomésticos a mi costa, hasta que, en un bombazo de claridad, recobré la noción de qué -quién- era lo que me esperaba, si es que había cumplido mi deseo, en el salón. Aún quise apurar la espuma evanescente del intenso descanso que había disfrutado, y secretamente esperé que nada de lo que paulatinamente recordaba de la víspera tuviera más consistencia que otras imágenes de las que pululaban por mi imaginación nebulosa todavía, y quedara en una intensa experiencia onírica, de lo que intentaba convencerme con la misma pasión que un niño aplica a los minutos de cama, despierto, antes de ser autorizado a explorar la habitación donde los reyes magos han dejado sus regalos; al fin, mi valor se impuso, y arrastrando las zapatillas caminé hacia mi destino: allí estaban el plato y el cuenco con agua, y el libro apoyado contra la pared. En la superficie del agua flotaba un minúsculo punto negro que identifiqué como excremento, y entonces supe que ya no había retorno, lo cual vino a confirmar un «¡hola!» despreocupado que partió de algún lugar cerca de la ventana, hacia donde me dirigí, para encontrar, cerca de un helecho, en top less, tomando el sol con la cabeza recostada sobre su camiseta, a mi extraña invitada. Me dio los buenos días y pidió disculpas por haber manchado el agua de la bañera, asegurando que no había encontrado medio más limpio y que si le daba algún trapo se ocuparía de lavar el plato, a lo que respondí que era más sencillo tirar el agua al báter, que es lo que hice, mientras le indicaba que me iba a bañar, pues antes de veinte minutos de agua caliente yo es como si no existiera, y que luego desayunaríamos. Abrí a tope los grifos y volqué medio frasco de Sales de Coco de Malasia en el líquido humeante. Mi cabeza estaba prácticamente en blanco, e incluso me alegraba de tener conmigo a la pequeña morena, que sólo tenía el inconveniente precisamente de su tamaño, pero que por lo demás era bonita y alegre. En esto pensaba mientras intentaba aclimatar mi piel a la temperatura excesivamente caliente, en la que me hundí resoplando como una ballena del Artico y desplazando mucho más líquido que mi propio volumen, eureka, porque hay que contar el que se derrama por la violencia del impacto, y sentí el dulce escalofrío que acompaña los momentos iniciales del que sin duda es el placer de nuestros días con una mejor relación calidad- precio: un baño caliente de Sales de Coco de Malasia. Cerré los ojos para profundizar mejor en uno de mis momentos favoritos del día, pero tuve que volver a abrirlos cuando escuché «¿me haces un sitio?», y vi a la chica menguada en el quicio de la puerta, desnuda, con la piel levemente enrojecida por el sol, con un brazo apoyado en la madera y el otro en jarras, toda ella no mayor que un envase de aceite de oliva, a una de cuyas etiquetas se parecía, precisamente. Anticipándose a mi respuesta, se aproximó al borde de la bañera; «venga, súbeme», dijo, alzando los brazos, y no pude hacer otra cosa sino cogerla con el máximo cuidado y dejarla en el agua, donde comenzó a flotar mientras gritaba «¡que me quemo, que me quemo!», así que tuve que sacarla para que se habituara a la temperatura: me pidió sentarse en una de mis rodillas y desde ella irse dejando caer a medida que le pareciera menos achicharrante el lago casi hirviente que para ella era mi bañera, y mientras descansaba en mi rodilla me recordó levemente a la Sirena danesa, y noté el tacto de sus muslos contra mi piel. Luego sugirió que fuera bajando poco a poco la pierna, de manera que ella se sumergiera despacio como si subiera la marea, y aquello me pareció el colmo de la voluptuosidad; casi deseé tener su tamaño para poder jugar a juegos tan gozosos; accedí con buena disposición a su capricho, y al poco los dos reíamos como niños mientras ella, subida en mi rodilla, se hundía lentamente en el agua blanquecina y elevaba su cintura encogiendo el vientre, con lo cual sus pechos parecían más grandes, y fingía una expresión de horror por lo caliente del agua, hasta que dejé caer la pierna y la maravilla quedó de nuevo flotando en el agua, ya soportable, y comenzó a nadar de un lado para otro, e incluso a bucear, cosa que me hizo temer por su vida y quedar en la más absoluta inmovilidad. Apareció su cabecita en el extremo opuesto de la bañera, un momento, y en seguida volvió a hundirse; noté que recorría el agua buceando agarrada a una de mis piernas, que me cosquilleaba. Cuando volvió a respirar, flotando junto a mis tobillos, otro elemento se interpuso entre nosotros: izándose como un mecanismo de polea, emergiendo sobre el agua como el periscopio de un submarino, surgió de las profundidades el Gran Percebe, que miré un tanto desconcertado. Ella se zambulló de nuevo, y esta vez se dirigió al atolón central, donde comenzó a bucear y rebucear con evidente aumento de la tensión y ansiedad por mi parte, para después agarrarse a la boya como una náufraga, y encaramarse y acariciar con sus manos como plumas de colibrí la piel hipersensible, durante algunos minutos, hasta que mi incontrolable movimiento la hizo caer y asistir desde el agua a la lluvia que venía a sumarse al Coco de Malasia en la mezcla blanquecina para gestar un combinado que, con un par de alas de murciélago y dos o tres conjuros, podría resucitar a los muertos. El éxtasis fue total, perfecto; tuve que dejar que mi corazón recuperara su pulso a lo largo de varios minutos deliciosamente largos en los que las ondas del placer se fueron achicando, y el atolón sexual, como una serpiente de mar que hubiera salido a calmar su hambre, saciada, volviera a su guarida sumergiéndose indolentemente. Al cabo, abrí los ojos y vi a la causante de mi desvarío en el otro extremo de la tina, donde mis pies; me incorporé y la tomé en mis manos, y la alcé hasta mi rostro como a un objeto precioso, y con cuidado mayor que si manejara un detonador nuclear averiado aproximé su cabeza a la mía, y estirando al máximo mis labios besé los suyos, con un beso cuyo diámetro no sería mayor que el de una aguja de jeringuilla, y de nuevo la situé frente a mí en la plataforma de mis manos, y detenidamente, sin ningún recato, observé su cuerpo, que me pareció absolutamente convincente, y quise hacerla disfrutar, para lo cual la coloqué sobre mi rostro, a caballo sobre la nariz, mientras le acariciaba la espalda prácticamente con el aura de mis dedos, hasta que comprendió el movimiento y lo continuó, aferrándose a mis sienes con sus finos brazos, besándome la frente y alcanzando el máximo entre una nube de diminutos suspiros que me enloquecían de gracia.
-Te llamaré Mini», le dije, poco después, mientras secaba amorosamente su cuerpo sobre la alfombrilla del baño.
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