[Este capítulo, El Degollador, está disponible en audio leído por el autor]:

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Y en otra de mis siguientes salidas al mundo exterior me permití un desahogo caprichoso que siempre me había tentado, un acto convulsivo capaz de renovar al menos la cuarta parte de mi tejido emocional: para ello seleccioné una camisa oscura, me engominé y perfumé, y salí al bulevar, en busca del local para mis propósitos, una prometedora sala oscura repleta de cuerpos sedentes e inertes en la penumbra, pendientes de lo que ocurriera varios metros frente a sus ojos, en combinación de colores y sombras que resultaron llevar por título genérico «Mientras te limas las uñas», espeluznante hiperproducción saturada de golpes de orquesta, perfiles de manos ganchudas deslizándose por las paredes, e inocentes estudiantes asesinadas a golpe de plancha tras sufrir la succión de sus ojos con un aspirador. El público (sesión de las siete) era una variopinta mezcolanza de adolescentes chillonas y señoras de las que se amoldan en cualquier butaca con tal de pasar la tarde, y que apenas paran de hablar sobre ambulatorios y zapaterías ni siquiera en las escenas más desgarradoras, a las que asisten con sólida impasibilidad de curtida matrona que ya lo ha visto todo. Esta película, sin embargo, debía tener alguna cualidad subliminal, pues si bien las dos marujas que ocupaban las butacas ante mí emplearon los primeros veinticinco minutos de proyección (que incluían cinco degüellos, una decapitación total, tres mutilaciones tutti frutti y un aplastamiento integral con armario ropero) en ponerse recíprocamente al día de las últimas novedades en su vida cotidiana y social desde que se despidieron ayer por la noche, a partir del minuto veintiséis, y tras contemplar la ejecución al minipimer de una preciosa devoradora de burgers y el posterior sepelio sumarísimo a través del báter de sus desmenuzados restos, quedaron en un conveniente silencio que se fue extendiendo, paulatinamente, por todo el patio de butacas. La perspectiva de inminente realización de uno de mis más largamente acariciados proyectos me sumió en un estado de excitación manifiesto en temblores de manos y sudores fríos. Dejé transcurrir, reteniéndome, buena parte de la cinta en espera de un clímax final que creí llegado cuando la futura enésima víctima del Gran Degollador pululaba alegremente en bragas por la cocina de su casa, saboreando con sus deditos la mayonesa que acababa de preparar, ajena por completo a la aviesa sombra que se perfila ocasionalmente, estoque en mano, sobre el papel pintado: la tensión se extrema al compás de un sostenutto interminable de violín agudísimo, ornado a capriccio por lejanos gritos reverberados: la chica se agacha ante la nevera -plano subjetivo desde el cajón de la fruta- cuando el Espectro ya dibuja su tétrica silueta en el umbral: el silencio es sublime: la chica está condenada, y nada podrá hacer en pocos segundos ni por ella ni por sus inocentes hermanitos que duermen en el piso de arriba y a quienes lo más probable es que el Carnicero reduzca a la triste condición de gazpacho: toda la sala contiene la respiración cuando el acero brillante se eleva para descargar un golpe que probablemente atravesará de lado a lado a la niña y además ensartará la manzana que ésta, descuidadamente, ha elegido: es mi momento: imprevisible, prehistórico, telúrico, brutal, injustificable, abominable, larguísimo, volcánico, profiero un bramido estremecedor, infartante, ultratumbesco, depilador, un rugido infernal que cae como una piedra cortante en el centro de la sala, y así, en milésimas de segundo, en reacción cuasi nuclear, decenas, cientos de gritos brotan a mi alrededor, expandiendo el mío, y después todas las cabezas, con aspecto pálido y desencajado, giran hacia mí, estupefactas, heladas, casi diseccionadas por mi alarido, y puedo todavía comprobar que el peinado de las señoras de delante se ha desinflado como una tarta pasada, y aplico entonces mi táctica de salvación: a mi vez giro la vista y simulo buscar al autor del atentado, y como nadie ha recuperado aún la capacidad de expresarse, no me cuesta especial trabajo ganar la calle, fingiendo incluso que ayudo a caminar a una anciana semidesmayada, sosteniéndola gentilmente por el brazo, posición que aprovecho para rematar la faena mangándole el monedero, cuyas dos mil pesetas en monedas de cinco duros gasto alegremente varios minutos después en un sucio bar bebiendo sucio vino, feliz.

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