Mini, 23: Los Ligues
Esta placentera e inocente vida con mis dos amigas me absorbió casi por completo, pero aún me gustaba emborracharme, como siempre había hecho, en una barra donde la música es interesante y se respira calor. Mis miniamigas ponían caritas de pena cuando me veían salir todo repeinado y guaperas camino de mis baños exteriores, pero de alguna forma comprendían que necesitaba el oxígeno de mis viejas costumbres para respirar el aire de las nuevas e insólitas. Frecuentaba bares oscuros, y trago a trago me instalaba en la dimensión donde las impresiones son inmediatas, y los movimientos extremados en sus calidades: o lentos, plomizos y viscosos, como los de un gran pulpo agonizante, o ágiles y rapidísimos, como de delfín o idea. Poco a poco, sin prisas, pero tozuda y constantemente, como un leñador de mi propio hígado, bebía; me fijaba en las mujeres a mi alrededor, y oía sus trinos o cacareos, según el caso, y no había más que hacer sino apurar otro trago, hasta que una sonrisa filosófica tipo Buda, aunque quizá algo más grosera, versión «mediterranean-lover», me asomaba al rostro. Me sucedió más de una vez, en estas noches de exploración solitaria por la Ribera del Olvido y los Lagos Etílicos, ser objeto de la atención de alguna de las muchachas que me rodeaban, y cuidado, no siempre de una de las feas. Quizás interesadas por mi silencio (ellas tienen un décimo sentido para descubrir posibles misterios) se aproximaron, en diferentes madrugadas, algunas chicas por las que yo hubiera suspirado en circunstancias normales, pocos meses antes. Me hacía el duro y abiertamente les miraba a las tetas en cuanto llevaban más de un minuto hablando conmigo: ¡ellas sacaban más pecho, y sonreían! Fue fácil caminar con alguna bajo las farolas, oyendo el rumorazo del atasco nocturno en Sagasta, deteniéndonos aquí y allá, espigando cual abejuelas trancazos de whisky barato en el primer garito que nos salía al paso, y fue también fácil derivar calle abajo hacia el parque más próximo, y allí ensayar apasionados besos de estudiante, rozando al descuido las zonas más peligrosas bajo su vestido, sintiendo un nítido y leve calambre, como si la yema de los dedos y la cima de los flanes fueran polos opuestos de una misma corriente, pero no fue tan fácil responder a su otrora deliciosa pregunta: «¿vamos a tu casa?», taimada cuestión con la que las chicas pretendían matar dos pájaros de un tiro, a saber, el gusanillo del momento y averiguar mis circunstancias personales de vida. Yo intentaba variar el rumbo del diálogo mediante todos los trucos conocidos y algún otro que improvisaba, como decir que la estaban pintando y que ahora vivía en un hotel, o emprender una retorcida historia sobre lo mal que se dormía por culpa de las obras de asfaltado, y sugería la posibilidad de desahogarnos en su casa o en una habitación alquilada -el frío, ya en pleno Octubre, descartaba los parques y aquí además no hay playa-, pero antes se pilla a un mentiroso que a un cojo y antes se engaña al jefe de la mafia siciliana que a la más inocente chiquilla en edad de provocar engaños, aunque mucha literatura de segunda fila se empeñe en demostrar lo contrario: en cuanto tardaba más de un segundo en responder a su pregunta ya adivinaban ellas que algo raro había, y se me cerraban como una almeja en proximidad del centollo o un caracol al tocarle las antenas, y por más que yo hablara y hablara, nada: detectados mis otros amores y los secretos tejemanejes de mi silencio me besaban aún, sí, pero para disimular, pues ya su decisión estaba tomada, como quedaba de manifiesto en su sugerencia, algunos minutos después, de encender un cigarrillo, y en su posterior asombro ante lo tarde que se había hecho, con aneja explicación de obligaciones madrugadoras, evolución global de nuestro hermoso comienzo al que yo asistía como a un culebrón conocido y que no hacía demasiados esfuerzos por alterar; finalmente, miraba embelesado cómo se reordenaban el peinado y las hombreras, y mentalmente me despedía de los fantásticos pliegues de su superficie (y algunos del interior) con los que había jugado durante algunos minutos. Al menos, nos despedíamos con un beso largo en el que cifrábamos, de mutuo consenso, la lástima por lo que pudo haber sido; yo era el último en girar sobre los zapatos, mientras veía sus menudas figuras alejarse en la madrugada, instante malvado que aprovechaba para suponer que no las conocía de nada y mirarlas con deseo grasiento de currante que ve pasar a la Inmaculada Zorrupia, y en consonancia con esta situación farfullaba asquerosos piropos como «te cojo las nalgas y hago mayonesa», o «te tocaría el corazón con la minga», improperios que hasta a mí me hacían reir al recordar que diez minutos antes el cuerpo que ahora levantaba un brazo para detener un taxi había latido acurrucado entre mis garfios: finalmente, veía apagarse la luz verde del coche y emprendía el camino hacia nuevos bares en donde ahogar estos desengaños. Regresaba de estas expediciones a mi pasado con el espíritu literalmente sumergido en ron: al caminar me parecía ver extraños peces con grandes mandíbulas volando a mi alrededor, y burbujas de cocacola en el aire, y el mundo se me ofrecía tras un filtro color cubalibre que intentaba desesperadamente desgarrar, por si me fallaba el piloto automático. Caía en la cama como una sequoya recién cortada, con el mismo estrépito de muelles y engranajes de somier que pudiera provocar el lanzamiento desde diez metros de altura de una soprano de ópera, y dormía profundamente, en busca del descanso que mis atribuladas neuronas me pedían a gritos. Normalmente eran los brazos y piernas de Mini reptando por el interior de la cama como un ratón la primera sensación que se enganchaba a mi descompuesto cerebro, al cual rescataba de la oscura sima en donde por propia voluntad, o quizás inercia, había caído.
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