Estas flores le gustaban extraordinariamente: una mañana le dispuse el cuenco de cristal de las ensaladas lleno a rebosar de ellas y de agua, y se bañó frotando sus brazos y sus hombros con las hojas alargadas. Después de contemplar durante diez minutos su inaudito baño -me miraba de reojo mientras jugaba con su blanca esponja vegetal, perdiéndola bajo la superficie y poniendo caritas de gusto- la coloqué sobre mi cama y la besé durante horas, respirándola como a un jazmín viviente, que además se introducía azarosamente bajo mi bañador para culminar un éxtasis en el que hasta el esperma olía a flores. Entonces utilizaba el ámbar blanco como nuevo jabón, y por todo su cuerpo lo extendía; esto le gustaba sin medida: tanto, que normalmente, tras excitar con finas cosquillas de geisha, besos de hada, abrazos de serpiente y ondulaciones de sirena el surtidor de las delicias, se situaba en su misma boca, y al advertir por la tensión que no había de tardar la nata sexual cerraba los ojos para recibir el impacto caliente sobre su tripa, que arqueaba para contrarrestar el empuje, y desde donde enseguida distribuía la sustancia por todo su cuerpo. Normalmente, con una de mis descargas, que se llevaba a la boca a manos llenas, y que aplicaba a su pelo negro como un champú milagroso, tenía bastante, pero más de una vez me obligó, con los inapelables argumentos de su belleza y caricias, a repetir el dulce esfuerzo, hasta -con descanso después del cuarto y un baño caliente después del quinto- conseguir seis raciones de esperma, que fue acumulando en una taza y sobre las que luego se revolcó con el mismo afán y mucha más gracia que una gata que restriega su lomo contra la arena, extendiendo el zumo por todo su cuerpo, incluyendo los rincones más escondidos, parodiando los anuncios de perfume o de gel que veíamos en televisión: quedaba finalmente como un muñeco de nieve, y entonces me pedía que volcara un par de cubitos de hielo en un cubo de agua, al sol en el centro del jardín, y en él se bañaba hasta que el frío la obligaba a buscar el refugio de mis muslos, donde se arrebujaba, limpia y exhausta, como si hubiera cumplido un extraño ritual que aumentara su juventud y su gracia, y así me lo parecía al observar por enésima vez su misterioso cuerpo color coñac reclinado entre mis piernas.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.